Lacan en la encrucijada

Guy Le Gaufey
Las nociones de “sujeto” y “objeto” parecen tan naturales que en un primer tiempo es difícil convencerse de que tienen una historia bastante compleja, que no se reduce simplemente a las asperezas de la filosofía y de la metafísica. Para hacer sentir que Lacan, en su invención de un nuevo sujeto en el viraje de los años sesenta, se inscribía a su manera en una historia tan larga, me contentaré con mencionar algunos detalles claves de ésta.
En la Grecia que sigue siendo considerada cuna del pensamiento occidental, la noción de hypokeimenon no se atribuía tanto al ser humano, sino a lo que se necesitaba para pensar un substrato de los accidentes. De tal modo que, durante la Edad Media y la recepción en ésta de la obra de Aristóteles, el sentido regular de los adjetivos “subjetivo” y “objetivo” era exactamente todo lo contrario de nuestro uso actual: “objectivus” designaba en aquel entonces los objetos en el pensamiento (lo que se encuentra todavía en Descartes), mientras que “subjectivus” designaba los objetos que están afuera de nosotros. Sería demasiado largo contar la lenta transición que invirtió estos dos valores, pero se puede decir sin ambigüedad que fue Kant el que estableció clara y durablemente la nueva división.

Este trabajo filosófico no se inmiscuyó en la lengua común sino al inició del siglo diecinueve. En 1820, por ejemplo, un diccionario alemán definía el término “objektiv” en el sentido de “relación con un objeto exterior”, y “subjektiv” como “lo personal, lo que está en nosotros, en contraste con “objetivo””. Asimismo en 1847 un diccionario francés, explicitando estos dos sentidos, los refería a “la nueva filosofía alemana”. Freud se ubicaba en esta corriente cuando, en 1925, escribía en sus famosas páginas intituladas “La negación”: “Lo no real, lo simplemente representado, lo subjetivo, no está sino adentro; lo otro, lo real, está afuera”. Para él, era una manera de ilustrar que, para el principio del placer, lo bueno está adentro, lo malo afuera, inscribiendo así el narcisismo, introducido diez años antes, en esta moderna partición sujeto/objeto.

Es importante notar aquí que este valor moral de lo bueno y de lo malo había también ocurrido en la génesis de la pareja sujeto/objeto, principalmente a causa del desarrollo de las ciencias en la segunda mitad del siglo diecinueve. Se produjo en aquel entonces una mezcla inédita entre un sentido metafísico (traído por la filosofía y su nueva oposición sujeto/objeto), un sentido metodológico (en el sentido kantiano de la necesidad de producir el objeto del conocimiento, y con la precisión creciente de los instrumentos de medida), pero también en un sentido moral: la “objetividad” empezó a presentarse como una represión positiva de las emociones, de las pasiones que pudieran interferir en la percepción del objeto y viciar su comprensión para el científico. Por ejemplo, en vez de los dibujos admirables de los botanistas del siglo dieciocho, se empezó a preferir, a partir de 1860, unas malas fotografías, empañadas, blancas y negras, y sobre todo llenas de detalles inútiles mientras que los dibujos del siglo anterior eran de una claridad esencial. Para definir el arquetipo de una flor, los botanistas seleccionaban los rasgos pertinentes, ignorando deliberadamente detalles individuales y contingentes. De esa manera, la precisión superaba la objetividad. Por el contrario, a finales del siglo diecinueve, cualquier distorsión de la verdadera cara de la naturaleza parecía “peligrosamente subjetiva”, y se prefería tomar como ejemplo individuos concretos, a pesar de la sobrecarga de datos que esto conllevaba.

Así se instaló una nueva objetividad (que sigue siendo la nuestra hoy en día), nominalista en su metafísica (individuos existen más que tipos generales), mecánica en su metodología (la mejor imagen es una copia tan estricta como se pueda obtener), y auto-constreñida en su moralidad (el experimentador tiene que desaparecer en su individualidad). No podemos alejarnos mucho de estas obligaciones sin salir peligrosamente de la racionalidad moderna, aunque esta racionalidad no pueda olvidarse totalmente de su nacimiento kantiano en el cual el objeto en tanto que se puede conocer, depende también de la posición del sujeto en lo que se llama la estética trascendental. De tal modo que se creó, por lo menos en la filosofía francesa y en cuanto a la cuestión de la preeminencia acordada sea al sujeto sea al objeto una línea divisoria de las aguas que Michel Foucault presentó con mucha claridad en uno de los últimos textos que dio a imprimir, a fines de abril de 1984, apenas unos meses antes de fallecer. Remodeló en éste el prefacio que había escrito, años antes, para introducir la traducción en inglés de la obra de su maestro Georges Canguilhem Le Normal et la pathologique. Escribía Foucault:

Sin desconocer las divergencias que pudieron oponer, durante estos últimos años y después del fin de la guerra, marxistas y no-marxistas, freudianos y no-freudianos, especialistas de una disciplina y filósofos, catedráticos y no-catedráticos, teóricos y políticos, me parece que se podría encontrar otra línea divisoria de las aguas que atraviese todas estas oposiciones. Es la que separa una filosofía de la experiencia, del sentido, del sujeto, y una filosofía del saber, de la racionalidad y del concepto. Por un lado, una filiación que es la de Sartre y de Merleau-Ponty; y otra que es la de Cavaillés, de Bachelard, de Koyré y de Canguilhem.

Como ocurre muy a menudo con sus textos, es difícil apreciar bien este juicio de Foucault: al mismo tiempo parece de una claridad admirable, pero cuando uno se acerca a los detalles del juicio, todo resulta mucho más turbio e incierto. Es claro que Sartre o Merleau-Ponty no despreciaron el concepto, como igualmente Koyré o Bachelard no ignoraron el sujeto. ¿Qué quiere decir entonces Foucault al esbozar esta partición?

Para entenderle bien, hay que seguirle por lo menos en los grandes ejes de su razonamiento. Nos remonta al texto de Kant (del cual fue un traductor al francés) Was ist Aufklärung? (¿Qué fue la Ilustración?) para notar que, a partir de este debate y de aquella época, la cuestión de la relación entre verdad y razón se reveló intrínsicamente ligada a la historia. Ya no se podía pensar en una especie de eternidad de la razón en su relación a verdades por siempre válidas, sino en una razón, escribe Foucault, “que no tiene efecto de liberación sino a condición de que consiga liberarse de sí misma”. De ahí la importancia de una historia de las ciencias en que uno describe tanto los errores sin porvenir aparente como los hallazgos decisivos, todo el camino incierto a través del cual se construyó la parte del saber seguro de las ciencias de hoy. Se trata entonces de hacer la historia de discursos que se corrijan, se rectifiquen, se sometan a un trabajo de elaboración finalizado en la tarea de “decir la verdad”. De tal modo que los errores tienen, en esta concepción de la racionalidad, el valor inequívoco de lo que permitió la corrección salvadora sin la cual no hubiera sido posible ningún progreso hacia la verdad.

Foucault nota entonces que la descripción que Canguilhem hace de este movimiento del saber científico a través de los errores dictados, no por falta de atención o estupidez, sino por la razón vigente en aquel momento y que se trata de corregir, se aparenta a aquel de la vida misma. “La vida, dice Foucault, es lo que es capaz de equivocarse”.

En este sentido, la historia del saber ya no es la de un sujeto inventando su camino con la ayuda del concepto, sino la continuación, en el terreno conceptual, del movimiento mismo de la vida buscando a través de todas las combinaciones posibles aquellas que pueden tener futuro y presentarse más tarde como “verdades”, y abandonar las que aparecerán después como “errores”. Hay algo de Nietzsche en estas consideraciones, pero no vale arriesgarse más en este tipo de comentario filosófico porque lo que importa ahora es oponer claramente las dos vías distinguidas por Foucault: por un lado, un movimiento prevaleciente del concepto que no hace sino implicar a un sujeto; por otro lado una recepción francesa de la fenomenología que insistía antes que todo sobre la preeminencia del sujeto como fuente de libertad y de contingencia, algo que permitiera explicar los virajes de la racionalidad misma, sin depender por lo tanto enteramente de ésta.

Del lado de Canguilhem, Koyré, Cavaillés (y muy claramente de Foucault himself), lo cierto es que el sujeto no desaparece en absoluto, sino que resulta del proceso del concepto, resulta de un desarrollo simbólico, resulta del movimiento de la vida y de aquel del pensamiento que es también una forma que la vida ha inventado para alcanzar su meta: organizarse más, siempre más.

Del lado de Sartre o Merleau-Ponty (y a pesar de diferencias enormes entre ellos), se trata al contrario de concebir al sujeto como intrincado al cuerpo, a la sexualidad, a la muerte, al mundo de las percepciones y del sentido, pero como algo afuera de las redes simbólicas, capaz de anticipar el movimiento mismo de la racionalidad, quizás de conducirlo a través de los equívocos que siempre se levantan. Este poder, en gran parte libre de determinaciones extrínsecas, vendría a atestiguar la existencia de la contingencia, casi excluida del desarrollo del concepto, el cual está supuesto a seguir las vías forzadas de la necesidad, concebida como la única modalidad de la verdad.

Si esta oposición les parece clara, la meta que me propongo sostener ahora es simple de concebir, aunque es arriesgada alcanzarla: Lacan, en su invención de lo que llama a veces su “nuevo sujeto”, el sujeto definido como “representado por un significante para otro significante”, procura mezclar, tan íntimamente como fuera posible, los dos valores establecidos por Foucault en una oposición aparentemente estricta y casi exclusiva. El sujeto dicho “tachado” resulta de los procesos simbólicos de los cuales depende totalmente, pero al mismo tiempo no puede reducirse jamás a un elemento simbólico. Siguiendo las tres dimensiones con las cuales Lacan había empezado su enseñanza en 1953, el sujeto tachado (que encuentra su definición sólo en diciembre de 1961) no pertenece ni a lo imaginario, ni a lo simbólico, y tampoco a lo real. Como su compañero el objeto (a), este sujeto tachado se revela “ectópico”. Es aquí que tenemos que entrar en algunos detalles.

Durante los primeros años de su enseñanza, Lacan emplea mucho, no sólo la palabra “sujeto” (tan equívoca en francés como en castellano), sino también el concepto de “sujeto”, en un sentido obviamente mucho más restringido que el de la palabra. Su significación, en aquel entonces, y a lo largo de los primeros años de seminario, es muy clara y simple: el sujeto demuestra su existencia de sujeto por el hecho de que puede mentir, puede engañar, es capaz de presentar como verdaderos signos que sabe falsos. Esta concepción del sujeto lo inscribe de una manera inapelable en la intersubjetividad: un tal sujeto no puede engañar sino a otro sujeto. Durante el mismo tiempo, y desde la concepción del estadio del espejo, la palabra “objeto” apunta a lo que se llama también “el pequeño otro”, que asoma en la imagen en el espejo, y que tiene esencialmente un valor imaginario. Este tipo de objeto es “uno”, tiene una indudable unidad, precisamente la de la imagen especular, de tal modo que corresponde a la concepción común de lo que es un objeto.

A fines de los años cincuenta, Lacan se da cuenta de que no puede satisfacer algunos conceptos freudianos, como el de “pulsión”, con sus propios conceptos de sujeto y objeto. A partir de mayo de 1959, hasta las primeras sesiones del seminario La Identificación (1961-1962) como también a lo largo de este seminario, inicia un viraje mayor después del cual sujeto y objeto habrán cambiado de valor ambos a dos, al punto de inscribirse de una manera totalmente nueva en la fórmula de la fantasía que Lacan ya escribía, desde la construcción del grafo del deseo: a. El punzón, al centro de la fórmula, al mismo tiempo divide y suelda dos términos desde ahora totalmente negativos: un sujeto que casi ya no tiene ningún ser; un objeto que se ha vuelto “parcial” en un sentido que le impide alcanzar cualquier unidad, que lo deja afuera de cualquier concepto, un residuo de una absoluta singularidad. Ya he comentado bastante en un libro anterior lo que le ocurre al objeto para alcanzar este estatuto extraño de “parcial” que le confiere una forma clara de negatividad. Hoy insistiré más en lo que le ocurre al sujeto.

Se necesitaron dos años y medio entre el comienzo de esta nueva concepción del sujeto (que, a mi opinión, se esbozó en mayo de 1959), y la conclusión cuando, en diciembre de 1961, Lacan alcanzó su fórmula definitiva según la cual “el significante representa al sujeto para otro significante”. Lo que suena hoy como una cantinela no fue tan fácil de elaborar porque Lacan, como todos sus contemporáneos, no tenía en aquel entonces ninguna idea de que existiera un vacío entre dos significantes. Para desembocar en tal concepción, tuvo que abrir un agujero inédito. En mi exposición sobre este recorrido, destacaré dos etapas que no se distinguen tan fácilmente cuando uno lee los seminarios de aquellos años.

En un primer tiempo correspondiente a mayo de 1959, Lacan se esfuerza para dar al sujeto y al objeto un mismo valor de “corte”. Es muy extraño, y muy difícil de entender, especialmente del lado del objeto: ¿qué sería un objeto en tanto que “corte”? Pero, a propósito del sujeto, se lanza, durante aquel mes de mayo, en una pequeña historia que va permitirle ubicar una confrontación entre el sujeto y el gran Otro de una manera que parecerá, más tarde, absurda.

Aplicando lo que él ya había planteado en su texto La significación del falo, Lacan describe de nuevo, en un primer tiempo, al bebé, al niño buscando sus satisfacciones a través de los “desfiladeros de la demanda”, es decir, a través de sus primeras inscripciones en el lenguaje que le capacitan para pedir al Otro lo que necesita. Ocurre que el niño encuentra así satisfacciones y descubre, por esa vía también, que este Otro capacitado para traerle esas satisfacciones puede igualmente no hacerlo, lo que engancha una consecuencia imprevista; si el Otro contesta positivamente, trae lo pedido, es una prueba de su amor. De ahí una primera encrucijada, una primera separación y conjunción entre satisfacción y amor donde Lacan sitúa el deseo.

Esto forma parte de lo que, para los lacanianos, es un capítulo clave de su breviario. Pero en aquel mes de mayo, Lacan agrega algo más a esta situación: según él, el niño quiere, en tal momento, no sólo obtener satisfacción, no sólo que se le sea dada por esa vía una prueba de amor, sino que busca además ser reconocido como sujeto por el Otro. ¿Qué quiere decir ello? No es tan fácil entenderlo en aquel momento, pero en este nuevo y tercer tiempo del movimiento surge un accidente inédito, que Lacan llama en el acto “una tragedia común”; es decir que el Otro ya no está en capacidad de contestar de cualquier manera a una tal demanda, pues no tiene los medios para hacerlo. Su incompletud, afirmada por Lacan desde casi los inicios de los seminarios, repercute ahora en la consideración de que él, este Otro, concebido como el tesoro de los significantes, no tiene aquel que pudiera valer como significante de este sujeto que pide ser reconocido como sujeto. Extraña historia, al punto de que Lacan acaba por decir: “No piensen que esté yo atribuyendo aquí a no sé qué larva todas las dimensiones de la meditación filosófica” – lo que precisamente está haciendo.

Antes de ir más lejos, tenemos que entender bien el porqué de esta historieta. En aquellos tiempos, antes del otro viraje en el cual Lacan abandonó estruendosamente la intersubjetividad, diciendo que ésta iba en contra de la vivencia misma de la transferencia (al inicio del seminario La transferencia, en octubre de 1960), el Otro era sujeto. Lo era de una manera imprescindible, ya que la “prueba” de la existencia del sujeto se encontraba en su capacidad de mentir: no se puede mentir ni engañar, sino a otro sujeto, lo que implicaba directamente que este Otro fuera sujeto también. Es entonces, precisamente en calidad de sujeto, que este Otro se encuentra, en la escena montada por Lacan en mayo de 1959, apresurado para dar a otro ser humano el signo verídico de que él también es sujeto. Pero, ¿por qué el gran Otro como tal no puede contestar a dicha demanda? ¿Qué está pidiendo el titulado niño, y cómo?

Para contestar a tal pregunta, Lacan no se ahoga en una supuesta psicología del niño, sino que trata la cosa como un desplazamiento del Otro: en lo que tocaba a la satisfacción y al amor, este Otro era el Otro real, capaz de moverse y de mover el mundo alrededor hasta que fueran satisfechas las necesidades del niño aquí llamado “sujeto”. Pero en tal momento, el niño sujeto cuestiona a ese Otro en su buena o mala fe de ser hablante, y ahora se revela que, en esa calidad de ser hablante, ese Otro no puede dar ningún significante capaz de garantizar que no sea engañador o mentiroso. Si bien uno puede producir signos, no puede hacer que no sean equívocos. Lacan emplea aquí la expresión “tragedia común” para marcar ese evento en el cual el niño pide al otro, no sólo satisfacciones y con ellas una prueba de amor, sino la marca que garantizaría que dicha prueba sea válida, no mentirosa. Ahora bien: esta marca no existe. Aquí y entonces se revela el suelo simbólico sobre el cual la relación se sostenía, pero se revela como horadado, y fundamentalmente incompleto en un sentido godeliano: no puede asegurarse de su propia consistencia. Aquí y entonces aparece la falla que será la del sujeto y del Otro en la medida en que sea sujeto también. Aquí y entonces también se fabrican las fobias de la infancia.

Lo importante, en el comentario de Lacan en esas mismas sesiones del 13 y 20 de mayo de 1959, concierne la manera en que el niño se defiende atacando esa repentina mudez del Otro cuestionado sobre su veracidad y su honradez:

Y es ahí que se produce, de la parte del sujeto, esta pequeña cosa que saca de otra parte, que hace venir de otra parte, que hace venir del registro imaginario, que hace venir de una parte de él mismo en la medida en que está enganchado en la relación imaginaria con el otro. […] es ahí que se produce el surgimiento de algo que llamamos (a), el objeto (a) […] este objeto es el soporte alrededor del cual el sujeto, al desvanecerse en frente de la carencia del significante que atestiguaría su sitio respecto al otro, encuentra su soporte en este objeto.

Al no saber lo que vale para el Otro (ya que la palabra del Otro se queda dudosa), el sujeto se produce, se inventa, se ofrece como objeto para este Otro silencioso, como si dicho sujeto no pudiera soportar una no respuesta absoluta y definitiva cuando viene a ser cuestionada la honradez de la palabra. Pero con esta puesta en escena que nos propone Lacan ya tenemos los ingredientes que van a permitir la aparición de la fórmula: por un lado, un momento de puro vacío, de suspensión peligrosa de la cadena significante; por otro lado, el relleno de este vacío por un objeto muy especial ya que, como el sujeto que suplanta, no tiene ninguna positividad. Por un lado, un sujeto como intercalado, suspendido entre significantes, sin poder nunca reducirse a uno; y por otro lado, un mantenimiento de este sujeto bajo las especies de un objeto, identificado a un objeto concebido como la causa del deseo del Otro, de este Otro que está incapaz de proferir una prueba simbólica de la veracidad de su palabra.

Ya faltaba algo para acercarse a la fórmula misma, y esto viene en la primera sesión del seminario La Identificación, la del 22 de noviembre de 1961, en la cual Lacan enuncia, de un tirón, la separación del sujeto y del saber, y su engañadora conjunción en la figura de un dicho “sujeto-supuesto-saber”. Se trata, en este movimiento, de poner en tela de juicio al sujeto mentiroso que había utilizado desde hace tanto tiempo como prueba del sujeto. Hablando del “pienso luego existo” cartesiano, Lacan nota que este “yo pienso” no es exactamente un pensamiento, es un dicho, y en esto se aparenta al enunciado “yo miento” porque ambos son enunciados que dicen algo de su propia enunciación. De inmediato, Lacan nota que es posible a la vez mentir y decir con la misma voz que uno miente: “yo digo que yo miento”:

De todos modos hay algo aquí que debe retenernos, esto es que si yo digo: “yo sé que yo miento”, eso tiene todavía algo totalmente convincente que debe retenernos como analistas, puesto que, como analistas justamente, sabemos que lo original, lo vivo y lo apasionante de nuestra intervención es esto: que podemos decir, que estamos hechos para decir, para desplazarnos en la dimensión exactamente opuesta pero estrictamente correlativa, que es decir: “¡Pero no! Tú no sabes que dices la verdad”, lo que va inmediatamente más lejos. Mucho más: “tú no la dices tan bien sino en la medida misma en que crees mentir, y cuando no quieres mentir, es para guardarte mejor de esta verdad”

Es claro que en esto Lacan está reiterando aquí, al nivel del sujeto, la imposibilidad encontrada primero al nivel del Otro para producir un signo que no sea equívoco. Es otro tiempo de la “tragedia común”.

Lo importante, en este nuevo movimiento de Lacan, radica en que él separa de una manera totalmente inédita “sujeto” y “saber”. No permite que el sujeto sepa si está diciendo la verdad o no. Ya no es su trabajo ni su función. En lo sucesivo, sujeto y saber no tendrán nada que hacer el uno con el otro. Ahora bien, no es sorpresa que en el mismo soplo retórico aparezca la figura, totalmente inédita ésta también hasta aquel momento, de la conjunción del sujeto y del saber, figura presentada entonces como un monstruo inventado por la tradición filosófica y que amerita llamarse: sujeto-supuesto-saber.

Al contrario, un sujeto desprovisto de cualquier saber: ¿qué es? ¿Qué puede ser? Por lo cierto, nada del ego cartesiano, príncipe y cúspide de la mathesis universalis. Nada del sujeto kantiano que es la condición del saber científico. Nada del ser que alberga la conciencia, o la voluntad. Nada que se pueda considerar como la persona en Locke. De tal modo que, muy rápidamente, Lacan pretende haber descubierto algo como la raíz de todos estos sujetos que, desde los griegos, pueblan la historia de la filosofía.

La última etapa ocurre en la sesión del 6 de diciembre, después de que Lacan hubo aclarecido el estatuto del “rasgo unario”, es decir, el estatuto de un signo del cual se ha borrado el significado. A partir de eso surge, casi última palabra de esta sesión, la definición canónica:

El significante, al revés del signo, no es lo que representa algo para alguien, es lo que representa precisamente al sujeto para otro significante.

Fórmula muy abrupta y exigente en lo que sitúa a este sujeto fuera de cualquier facultad: conciencia, voluntad, entendimiento, memoria, etc. Sin preguntarnos más si un tal sujeto pertenece a la categoría del ser o del no-ser, es tiempo ahora de aproximarnos otra vez a la partición propuesta por Foucault y ver cómo se ubica la invención de Lacan respecto a ésta: ¿del lado de Merleau-Ponty, o del lado de Canguilhem?¿ Del lado de un sujeto referido a la mera vivencia, o del lado de un sujeto puro efecto de las cadenas simbólicas?

La historieta de Lacan no elige ninguna de estas dos vías, sin no obstante rechazar ninguna: el sujeto tachado que se produce en tal acontecimiento se ubica en la encrucijada misma entre la vía simbólica en la cual él se presenta como puro intervalo, y la vía de la presencia, así la refiramos a la vida como la calificaba Leriche: “en el silencio de los órganos”, esta vida que está buscando su camino a través de sus errores y sus éxitos. Un tal cruce se ha vuelto posible porque el nivel simbólico se ha reducido, en la concepción de Lacan, en algo mucho más elemental que el orden de las “razones” de los filósofos. Sus razones ya tienen sentidos, ya son ligadas entre ellas, mientras que la mera alineación de significantes no satisface necesariamente tal exigencia de sentido, lo que permite situar en el transcurso de tal alineación un sujeto desprovisto de cualquier saber, como emergiendo de la vida, de esta vida que Georgio Agamben, a su manera, ha sabido nombrar “la vida nuda”, la vida humana sin nada de lo que podría calificarla como humana.

De ahí el casi perfecto equívoco del sujeto lacaniano: ningún ser encapsulado en un cualquier “él mismo”, sino el primer esbozo de los lazos que se urden entre elementos simbólicos hasta que se tramen los significados a partir de los cuales se constituyen los signos como tales. Este sujeto funciona entonces como una máquina ciega por la cual se fabrica algo imaginario a partir de ilaciones entre elementos simbólicos sin que podamos saber si es activo o pasivo en este movimiento.

Es en ello que este sujeto se liga a la cuestión sexual: en el hecho de que no se deja redilear ni al lado activo, ni al lado pasivo. Si las lenguas francesa y castellana practicaran, como la griega, la voz media, sería más fácil entender el posicionamiento de tal sujeto. Digamos que en la voz media, el sujeto se mete en una acción de la cual es el objeto, actúa en su propio interés, resulta paciente de su actividad, sin que sea exactamente lo mismo que en la voz reflexiva. Al contrario, por ejemplo, de me afeito, puro reflexivo en el cual el sujeto del verbo es también el objeto de la acción sin que sea un problema ni siquiera gramatical ni metafísico, en frases como: me desmayo, o me olvido, es claro que el sujeto sufre la acción sin haberla decidido activamente, a pesar de que continúa siendo el sujeto gramaticalmente activo de dicha acción.

Siguiendo las sugerencias de esta voz media, Lacan, por su parte, intentó ubicar este sujeto así ligado a la pulsión, por medio de un pequeño trapicheo en el texto de Freud Pulsiones y destinos de las pulsiones. Utilizando lo que los lingüistas llaman la “voz causativa”, que consiste en agregar a otro verbo el verbo “hacer”, Lacan cambió abiertamente, en tal pasaje crucial, el verbo “werden” (dejar), marca de la voz pasiva en alemán, por el verbo “machen” (hacer), definiendo así las cuatro pulsiones (oral, anal, mirada y voz): hacerse comer, hacerse cagar, hacerse ver, hacerse escuchar. Era una manera de rehusar la mera oposición activo/pasivo, tal como la utilizaba Freud, para concebir una mezcla de ambos a través de un movimiento gramatical en el cual un sujeto, proponiéndose como objeto, se dimite de su calidad de sujeto para transmitirla a lo que, por eso, le toca volverse sujeto.

La estrategia, si no del sujeto por lo menos de Lacan, viene a reducir la actividad del sujeto al proponerse como objeto para el Otro, siendo una actividad que no apunta sino a la pasividad, con un resultado imprevisto: el añadido del verbo “hacer” ha permitido transmitir la calidad de sujeto a otro que de esta manera se vuelve sujeto él también, sin que necesitemos considerarlo así antes del movimiento que le ha constituido como tal. Si logro “hacer salir” a Fulano de la sala de reunión por mi comportamiento agresivo, quien sale es él, no yo. Le he transformado en sujeto de la acción de salir, y en sujeto libre porque él hubiera podido resistir, agredirme y no salir. Por fin, fue él quien decidió salir, actuando como sujeto de pleno derecho. Lo mismo ocurre en Aristóteles con la famosa historia del capitán del barco quien, justo en medio del temporal, decide no capearlo más y arroja por la borda todo el cargamento para salvar a la tripulación. ¿Sujeto, el capitán? ¡Si, por supuesto! Pero: ¿Activo o pasivo? ¡Muy difícil saberlo!

Igualmente, es difícil mantener este sujeto tachado en la encrucijada en que nació. De ahí las dos corrientes que atraviesan y dividen el medio analítico, e incluso muy a menudo desgarran a cada analista: una vía cínica que considera al sujeto como pura pasividad, una nada sin poder, totalmente reducido a un objeto parcial (seno, mierda, mirada, voz), un muñeco juguete de las pulsiones y deseos que pueblan su aparato psíquico; y una vía más política que considera al mismo sujeto como principio de libertad y de singularidad sagrada, que tendríamos que despertar de su sueño de plomo cuando se ha dejado cuajar en las redes de sus síntomas. Para no abandonar esta encrucijada, para que no desaparezca un cierto malestar conceptual, Lacan nombró también su sujeto tachado, su sujeto atado al significante: sujeto dividido. De una división sin remedio, por suerte, porque es precisamente lo que le permite funcionar en la incomodidad vital.

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