Acerca de Maurice Merleau-Ponty(El origen humano de la verdad)
Vincent Descombes
Kojéve había explicado a sus oyentes que la meta de la filosofía era dar cuenta del «hecho de la historia» (1). Decía que esta cuestión, enterrada por la «ontología monista» heredada de los griegos, había sido planteada por primera vez por Kant y Hegel. Sartre, en El Ser y la Nada, también le asignaba a la metafísica la tarea de contestar a la pregunta ¿por qué hay historia? Pero encontraba como única respuesta una especie de mito panteísta en el que decía no creer. Explicaba que era imposible hacer brotar la conciencia de la naturaleza.
Merleau-Ponty señala que la oposición entre sujeto y objeto, o en lenguaje sartriano, entre el para sí y el en sí imposibilita esta comprensión del «hecho de la historia» que todo el mundo pide. El hombre, una vez desnaturalizado con la definición negativa de la libertad («ser libre»=«poder decir no»), se contrapone a las cosas. Ser y libertad son considerados como antitéticos. Pero en estas condiciones la acción histórica no es posible, pues tal acción se distingue de la vana agitación por el hecho de que aboca a resultados, modifica el curso de las cosas, deja tras de sí una obra. Ahora bien, la posibilidad de una obra histórica está impedida por la antítesis que pone cara a cara la identidad testaruda del ser y la libertad, pero entonces queda en estado de proyecto que se contrapone al mundo tal como es, o es real y ocupa un lugar en el mundo, pero entonces está del lado del en sí y nada humano hay en ella.
Merleau-Ponty abrirá la vía de lo que se ha llamado en Francia «fenomenología existencial» rechazando la antítesis sartriana. Esta fenomenología tiene como programa la descripción de lo que se encuentra precisamente entre el «para sí» y el «en sí», la conciencia y la cosa, la libertad y la naturaleza. El «entredós», como gustaba decir entonces, es su terreno predilecto.
“La síntesis del En sí y el Para sí que realiza la libertad hegeliana posee no obstante su verdad. En cierto sentido, es la definición misma de la existencia, se realiza a cada momento ante nuestros ojos en el fenómeno de la presencia, sencillamente está pronta a empezar de nuevo y no suprime nuestra finitud” (2).
Toda la filosofía de Merleau-Ponty está contenida -en cierto sentido- en estas líneas:
1. Las alternativas de la filosofía clásica se rechazan: el hombre tal como existe (aquí volvemos a encontrar la «filosofía concreta») no es ni un puro «en sí» (una cosa, un cuerpo material en el sentido de la ciencia), ni un puro «para sí» (una res cogitans, una libertad soberana). De ahí ese carácter del estilo de Merleau-Ponty, que a menudo recuerda la manera de escribir de Bergson: cualquiera que sea el tema abordado, se esboza una antítesis para rechazarla a continuación (Ni… ni…).
2. Pero a su vez, la solución de las antítesis no se encuentra ni en una síntesis que reconciliaría los dos puntos de vista, ni tampoco en un rechazo del presupuesto que da origen a la antítesis. La solución se busca «entre los dos», en una síntesis «finita», es decir, inacabada y precaria.
El hecho de la historia prueba que la síntesis, aunque considerada imposible por Sartre, ocurre todos los días. Ni cosa, ni puro espíritu, el hombre aparece
como un producto-productor, como el lugar en que la necesidad puede convertirse en libertad concreta (3).
Aquí es donde Merleau-Ponty se vuelve hacia Husserl, y más concretamente hacia el autor de la Krisis. En la versión que de ella ofrece Merleau-Ponty, la fenomenología sería en definitiva el proyecto de una descripción del fundamento de la historia, a saber, la existencia humana, tal como es vivida, es decir, nunca completamente blanca o negra, sino abigarrada, mezclada. Esta mixtura es lo que hay que describir: un producto-productor, un activo-pasivo, un instituido-intituyente, es decir, en todas estas figuras, un sujeto-objeto.
El alma y el cuerpo
Para tender un puente entre la cosa y la consciencia, había que escribir una filosofía de la naturaleza. Esta filosofía es la que Merleau-Ponty expone en su pequeña tesis, la estructura del comportamiento. De todas maneras, el gusto francés dificilmente aceptaría un desarrollo excesivamente romántico sobre la Odisea del espíritu através de las formas naturales. Por eso Merleau-Ponty escoge la vía más francesa consistente en una discusión del problema clásico de la unidad del alma y el cuerpo: de Descartes a Bergson, la definición de la materia y la fundación filosófica de una física se deciden en la relación del cuerpo con el espíritu (por ello, la filosofía francesa concede un lugar privilegiado a la psicología, que es conocida por estudiar esta relación). En la tesis de Merleau-Ponty, la discusión de los «métodos» de la psicología contemporánea (que Merleau-Ponty definió como el estudio del comportamiento) sólo está presente para permitir «comprender las relaciones de la conciencia y de la naturaleza» (primera frase del libro). Pero el punto en el que la conciencia entra en relación con la naturaleza en general es precisamente el cuerpo del ser consciente. Hay que dirigir, pues, la atención a las «relaciones entre el alma y el cuerpo» (título del último capítulo).
Merleau-Ponty quiere demostrar que el «comportamiento» (que no es sino la traducción al francés del behavior como lo define la escuela behaviorista) no puede explicarse « analíticamente », sino «dialécticamente». En general, la explicación analítica reduce lo complejo a lo simple, parte del principio según el cual el todo es el efecto de la unión de las partes que se suponen exteriores las unas a las otras (cfr. las partes extra partes de la definición cartesiana de la materia). Recobrando la inspiración romántica que intenta que el todo sea más que la suma de las partes, Merleau-Ponty señala lo que se pierde en las explicaciones analíticas: el sentido de conjunto del conjunto, la complejidad de lo complejo. Un comportamiento cualquiera, humano o no, es un «conjunto estructurado», no podemos reducirlo a ser únicamente el efecto de la constelación de los factores que constituyen el medio. Un comportamiento no es la reacción a un estímulo, sino la respuesta que requiere una situación. Hay que atribuir entonces al organismo cuyo comportamiento se observa una capacidad para aprehender la situación como pregunta a la que va a responder. Y en consecuencia, hay que devolver a los animales, e incluso a los «objetos inanimados» el alma que el gran dualismo de Descartes les había negado. Los seres de la naturaleza no son pura exterioridad, tienen un interior. 0 también, el comportamiento no es ya el efecto del medio, sino una relación entre la cosa y el medio que Merleau-Ponty califica de dialéctica. Los comportamientos, escribe, «tienen un sentido»: responden a la significación vital de la situación. En consecuencia hay sentido y diálogo en la naturaleza. Y eso es lo que había que demostrar: C.Q.F.D.
Merleau-Ponty llama a esta filosofía de la naturaleza «filosofía de la estructura» (4) palabra que de ningún modo hay que entender en el sentido del estructuralismo posterior. «Estructura» es aquí el equivalente de Gestalt, tan cara a la «psícología de la forma». La naturaleza se presenta como un «universo de formas», y éstas se colocan en un orden jerárquico: las formas físicas (materia inerte) sólo son imperfectamente formales, las formas vivas lo son más aún y las formas humanas lo son íntegramente. Con esta tríada, Merleau-Ponty recibe la herencia de lo que en Francia, a través de la lectura de Aristóteles por Ravaisson (que también fue el corresponsal de Schelling), ha hecho las veces de Naturphilosopbie.
Materia, vida y espíritu tienen que participar desigualmente en la naturaleza de la forma, representar diferentes grados de integración y constituir finalmente una jerarquía donde la individualidad se realice cada vez más (5).
La noción de forma, que esta filosofía de la naturaleza parece recoger de una escuela de psicólogos, descubre al final su verdadero sentido en la misión que recibe: hacer concebible una transición de la naturaleza a la conciencia.
La noción de Gestalt nos lleva (…) a su sentido hegeliano, es decir, al concepto antes de que se haya convertido en conciencia de sí (6).
A partir de ahí, Merleau-Ponty iba a dar con lo que llama el «problema de la percepción». Lo define mediante la siguiente dificultad: ¿cuáles son las relaciones entre la «conciencia de la naturaleza» y la «pura conciencia de sí» (7), o también, en términos hegelianos, entre la «conciencia en sí» y la «conciencia para sí»? (8). La pura conciencia de sí es la conciencia reducida al «yo pienso», tal como la define la tradición idealista. La conciencia de la naturaleza es la «conciencía perceptiva», el «yo percibo». Ahora bien, la diferencia entre ambas es la siguiente: mientras que el «pienso» se entrega a sí mismo con abstracción total de toda circunstancia, el «percibo» está necesariamente encarnado y no puede olvidarlo; para ver algo hay que estar en alguna parte, de preferencia de día o provisto de una buena lámpara, etcétera. De ahí la estricta analogía siguiente: lo que el alma es al cuerpo, el cogito lo es al percipio. Demostrar que el «pienso» se funda en el «percibo», sería, pues, dar cuenta de la unidad del alma y el cuerpo, y también del «espíritu» y la «naturaleza», es decir, a la postre, de la historia.
La tierra no gira
Todo lo que sea poner en tela de juicio la escisión cartesiana de la sustancia en sustancia pensante y sustancia extensa necesariamente es una crítica de la ciencia, cuya condición reside en esta escisión. De donde se deriva un conflicto muy característico de la filosofía francesa entre el campo de la fenomenología y el campo de la epistemología (nombre que adopta en Francia la filosofía que sostiene que corresponde a la ciencia decirnos lo que es, siendo todo lo demás «poesía», o, según se cree, expresión subjetiva). Pues la fenomenología, tal como la entiende Merleau-Ponty, pretende restablecer una forma de comunicación entre la cosa y el espíritu: ese sería precisamente el sentido de la palabra fenómeno.
La experiencia de una cosa real no puede explicarse mediante la acción de esta cosa sobre mi espíritu: la única manera para una cosa de actuar sobre un espíritu consiste en proporcionarle un sentido, en manifestársele, en constituirse ante él en sus articulaciones inteligibles (9).
¿«Cómo puede una cosa proporcionar un sentido»? ¿La cosa sería una palabra para escuchar, un texto para leer? Totalmente. En su crítica del behaviorismo, Merleau-Ponty asimilaba la relación del organismo con el medio a un «debate»: el medio hace preguntas y el organismo responde con su comportamiento (por ejemplo, cierta situación presenta la significación «peligro», a la que el organismo responde con gestos cuyo conjunto significa «lucha» o «huida»). Ahora, los fenómenos se consideran como enunciados, y sin duda ahí reside el secreto de esta fenomenología. Es decir, la experiencia perceptiva de una «bonita mañana de primavera» será equivalente para el fenomenólogo a decir que experimento con gusto una cierta calidad del cielo o que el cielo me «ofrece el sentido» de una bonita mañana. Lo que se muestra ante mí se mide por lo que me es posible decir de ello. El fenómeno se identifica, pues, con lo decible.
De ahí la definición de la fenomenología como descripción. No tiene que explicar, sino explicitar, es decir, reproducir en el discurso el enunciado anterior al discurso que constituye el fenómeno. Merleau-Ponty cita de buen grado esta frase de Husserl:
La experiencia pura y, por así decirlo, aún muda, es lo que se trata de llevar a la expresión pura de su propio sentido (10).
Esta frase dice claramente que el «sentido», antes de ser el de la «expresión» -en el caso de los enunciados que hablan de una experiencia-, es originalmente el sentido de esta experiencia misma. Por muy muda que ésta sea, tiene mucho que decir. Hablar es entonces dar la palabra a lo que, sin embargo, no podría hablar. Intento desde cierto punto de vista desesperado: el discurso podrá ceñirse a la experiencia, pero siempre será discurso sobre la experiencia, palabra que aparece en segundo término, en lo que Derrida llamará un «retraso originario». La fenomenología se encarga así de una tarea que reconoce como «infinita» (lo que es una manera discreta de llamarla irrealizable, pues una tierra prometida a la que llegaremos a costa de una «marcha infinita» es indiscernible de una tierra prohibida para siempre). Pretende fundar el «pienso» en el «percibo». Este cogito lo entiende, conforme a la tradición más clásica, en el sentido de un «juzgo», de una enunciación predicativa. El fin es fundar la actividad predicativa en una actividad «antepredicativa» (11). Pero al consistir el medio de ese fin en describir mediante un discurso lo que precede al discurso, lo ante-predicativo nunca podrá ser restituido tal como era en su pureza muda, antes de ser explicitado. La relación del «percibo» con el mundo visible corresponde a lo que Husserl llama el «mundo de la vida». Como observa con acierto Lyotard, aunque este mundo originario de la vida es
ante-predicativo, toda predicación, todo discurso lo implica sin duda alguna, pero se le escapa, y hablando con propiedad, no se puede decir nada de él. La descripción husserliana (…) es un combate del lenguaje contra sí mismo para alcanzar lo originario (…). En este combate, la derrota del filósofo, del logos, es segura, ya que lo originario descrito ya no es lo originario por estar descrito (12).
La experiencia aún es muda, no coincide con el discurso. Sí la «expresión» con la que se ha hablado de esta experiencia en un discurso es efectivamente la expresión del sentido de esta experiencia, entonces es la expresión de esta experiencia. El discurso no hace sino manifestar fuera (ex-presar) lo que, implícito y mudo, ya estaba dentro. Algunas formulaciones de Merleau-Ponty apuntan en esta dirección:
Es verdad que no hablaríamos de nada si sólo necesitáramos hablar de las experiencias con las que coincidimos, puesto que la palabra ya constituye una separación (…).
Pero el sentido primero de la palabra, sin embargo, reside en ese texto de experiencia que ésta intenta proferir (13).
Este texto de experiencia: si la experiencia presenta un sentido, es necesario que sea un texto a su manera, cuyos «textos», en el sentido libresco de la palabra, no son sino las reproducciones aproximativas. Pero, si la experiencia es un texto, ¿quién escribe ese texto? Para Sartre no hay duda: ese escriba es el hombre, ser a través del cual «el sentido nace»; al mismo tiempo, el mundo no tiene sentido por sí mismo (hay que dárselo). Merleau-Ponty naturalmente, no puede contestar de ese modo, puesto que combate el dualismo. Tendremos, pues, que hacerle la pregunta.
¿Existe la cara oculta de la luna?
Para Merleau-Ponty el hecho de la unidad del alma y el cuerpo demuestra que las antítesis multiplicadas por la filosofía se superan de hecho. La tarea de la filosofía consiste en decir cómo: en describir esta unidad, como lo atestigua el hecho de la percepción. Retomando aquí un tema de Gabriel Marcel, Merleau-Ponty hace notar que el cuerpo del filósofo idealista es la viva refutación de la doctrina que este último mantiene: pues dicho filósofo no puede considerarlo ni como elemento de su «yo» (definido por el «pienso» abstracto), ni como fragmento del «no-yo». El cuerpo no es un objeto: nunca está distante, nunca del todo presente para el que lo habita. Ahora bien, el ego del ego percipio, a diferencia del ego cogito, no puede fingir que es un puro espíritu: es necesariamente un «sujeto encarnado». La antítesis ya está superada en este punto: para el percipiente es esencial estar encarnado, es decir, visible, percibido-percipiente. La fundamentacíón del «pienso» en el «percibo» sería esa vuelta a lo concreto que la filosofía moderna desea de corazón. El «pienso» tiende hacia la abstracción: cuando se enuncia en su pureza aspira a la universalidad, pues quienquiera que dice «pienso» se atribuye con ello un cierto pensamiento, y se puede mantener que este pensamiento es el mismo cualquiera que sea el pensador que lo piensa. En cambio, el «percibo» no es inmediatamente universalizable. Si dos personas dicen a la vez «percibo,», sabemos de antemano que no perciben lo mismo. Cada uno tiene su punto de vista (que responde a su emplazamiento en el espacio). El sujeto de la percepción está individualizado: ve aquí, ahora, etc.
Es cómodo referirse al ejemplo favorito de los fenomenólogos: el cubo y sus seis caras. Por definición, un cubo tiene seis caras, pero nadie puede verlas juntas. Las seis caras nunca están presentes simultáneamente ante mis ojos. Cuando digo «esto es un cubo», digo más de lo que veo, anticipo mi percepción futura de las caras ocultas, ésas que podría ver si estuviera del otro lado. Así, en toda experiencia perceptiva presente hay una remisión a otra experiencia pasada o futura. La cosa que se presenta ante mí «ofreciéndome un sentido» -como si me dijera «soy un cubo»- nunca está del todo al descubierto. Supongo que las caras ocultas del cubo están en el otro lado, el lado en el que no estoy, pero a decir verdad no sé nada en el instante presente. En consecuencia, la percepción, que es la experiencia misma de lo verdadero según una filosofía del percipio, siempre comporta esta posibilidad de ser invalidada, contradicha por una percepción ulterior. La fenomenología de la percepción hace suyas las exigencias del apóstol Tomás: creeré en al resurrección de Jesucristo el día en que pueda ver y tocar. La verdad sólo tiene sentido en el presente: sólo es verdadero, indudable y absoluto lo que se presenta ante mí, aquí y ahora. De todas maneras, el apóstol Tomás no es infalible: el día que vio, quizá vio mal. Así, la verdad de hoy corre el peligro de ser trastocada el día que se haya convertido en «la verdad de ayer». Como sugiere Lyotard, la definición fenomenológica de la verdad acaba con las verdades eternas y lo verdadero pasa a ser tarea de la historia.
Que no hay una verdad absoluta es postulado común del dogmatismo y del escepticismo; la verdad se define en el devenir como revisión, corrección y superación de sí misma, realizándose siempre esta operación dialéctica en el seno del presente vivo (lebendige Gegenwart) (14).
Dicho sea de paso, nos explicamos la fascinación que ejercerán sobre toda una generación los entonces inéditos manuscritos de Husserl acerca del «Presente Vivo» (¡se ponían las mayúsculas de buen grado!). El conocido concepto fenomenológico del tiempo que Husserl desarrolló en su última filosofía, se consideraba la clave del problema de la historia, desafío filosófico de esta generación. Y la ofensiva de Derrida contra la fenomenología precisamente arrancará de esta inclusión de lo ausente en lo presente (del ayer y del mañana en el hoy).
El ejemplo del cubo nos permite medir la distancia entre el percipio y el cogito. El cubo que tiene seis caras es el cubo en tanto que objeto de enunciados predicativos. En cambio, el cubo percibido nunca tiene seis caras a la vez. Este es el sentido de la «primacía de la percepción en la filosofía» (ése era el título de una conferencia de Merleau-Ponty): igual que desde cierto punto de vista la tierra no gira, el verdadero cubo no tiene seis caras, pues el verdadero cubo es el cubo presente, y el cubo nunca presenta sus seis caras a la vez.
El cubo de seis caras iguales no sólo es invisible, sino también impensable; es el cubo tal como sería para sí mismo; pero el cubo no es para sí mismo, ya que es un objeto (15).
De una manera más general, la fenomenología mantiene lo siguiente: el único sentido que «ser» puede tener para mí es «ser para mí» (16), en otras palabras, «aparecérseme». En consecuencia, tenemos que incluir en la definición del objeto las condiciones efectivas bajo las que nos es dado. Igual que el viaje hacia la casa de vacaciones forma parte de las vacaciones, el camino hacia el objeto forma parte del objeto. Ese es el axioma fundamental de la fenomenología. Por ejemplo, la perspectiva no debe considerarse como el punto de vista del sujeto de la percepción sobre el objeto percibido, sino como una propiedad del objeto mismo.
La perspectiva no me aparece como una deformación subjetiva de las cosas, sino al contrario, como una de sus propiedades, quizá su propiedad esencial. Es precisamente la que hace que lo percibido posea en sí mismo una riqueza oculta e inagotable, que sea una «cosa» (17).
Una vez planteado este axioma -que en definitiva consiste en rechazar la distinción kantiana entre el fenómeno y la cosa, sometiendo el fenómeno al sujeto-, abundan las consecuencias paradójicas y Merleau-Ponty no retrocede ante ninguna. Por ejemplo, habrá que decir que el mundo está inacabado, pues el sujeto percipiente, permanentemente en situación, siempre tiene sólo una visión parcial del mundo (18). Mientras que la historia no haya llegado a su término el hombre estará asimismo inacabado. Hasta Dios está inacabado, pues es el nombre de la distancia infinita que separa al hombre de su semejante, el ego del alter ego. En un artículo escrito en 1947 para defender a Sartre de los que le criticaban en ese momento, Merleau-Ponty decía:
Si el humanismo es la religión del hombre como especie natural o la religión del hombre acabado, Sartre hoy está más lejos que nunca de él (19).
El verdadero humanismo, el de Sartre que Merleau-Ponty suscribe aquí, es el del hombre inacabado. Nada impide ver en este humanismo una religión del hombre inacabado, pues la religión después de todo no es, precisa Merleau-Ponty en un artículo sobre el marxismo, sino
el esfuerzo fantástico del hombre para unirse con los demás hombres en otro mundo (20).
El fenómeno
Todos estos estados incompletos se han calificado de ambiguos y se ha presentado a Merleau-Ponty como «el filósofo de la ambigüedad». Sin embargo, cuando se le reprocha a Merleau-Ponty su irresolución (Ni… ni… ) contesta que el equívoco no está en su pensamiento, sino en la cosa de la que quiere dar cuenta fielmente: el mundo vivido, la existencia.
Supongamos, no obstante, que el famoso cubo fenomenológico sea un bidón, y que me propongo utilizar este bidón para transportar el vino a mí bodega. Mucho más importa que este bidón no sea, como el «cubo vivido» del fenomenólogo, una «unidad de sentido» sólo presumida o anticipada mediante la serie de «perfiles» que se presentan sucesivamente a la mirada. Este bidón sólo tendría simultáneamente sus seis caras al cabo de un trabajo infinito de verificación y la «idea-límite» del bidón no me es de ninguna utilidad. Necesito un bidón acabado, y nadie admitiría que su ferretero le venda un bidón fenomenológico, inacabado y huidizo.
Ahora bien, la experiencia del bidón del que me sirvo es tan indiscutible como la del fenomenólogo que se limita a percibirlo: y es la experiencia de un cubo dado con todas sus caras a la vez. Del mismo modo, la carretera que percibe el fenomenólogo es un «ser perspectivo», cuyos bordes se acercan y se unen a lo lejos, pero la carretera por la que conduce su coche afortunadamente no lo es. ¿Por qué la percepción habría de ser la relación privilegiada con la cosa? En términos generales, se trata de saber si la fenomenología debe ser una pregunta sobre el fenómeno, o si sólo será una manera de rechazar ciertas preguntas como «desprovistas de sentido» porque son «contrarias a la hipótesis». De forma manifiesta, esta segunda vía es la que elige Merleau-Ponty, al menos en la época de la Fenomenología de la percepción (21). La hipótesis que sostiene todo el edificio consiste en que «ser» quiere decir «ser para mí». El fenómeno que estudia el fenomenólogo es, pues, el «ser para mí», el parece ante mí. Pero ¿qué quiere decir el yo en esta relación? ¿Acaso el fenómeno proporciona el sentido del yo? ¿0 acaso, es el yo quien decide sobre el fenómeno? ¿Cuál de los dos va a medir al otro?
De hecho, el fenomenólogo comparte el empleo de la palabra «fenómeno» con el positivista. Este último hará suya la exigencia «ser=ser para mí», pero considerará esta exigencia como una regla de su discurso. Para él, la fenomenología coincide con la relatividad del hecho observado y del observador. Sólo lo que es observable puede dar lugar a una afirmación, el resto es «conjetura» o «especulación». Claro está, quedan por fijar las condiciones de lo que será recibido como una «observación»: calidades de los testigos, procedimientos de registro, maniobras diversas, etc. Nada de esto atañe a la cosa en sí misma, y el positivista no pretende que le afecten las reglas que se marca a sí mismo. Auguste Comte señala que si la tierra estuviese ligeramente más cerca del sol estaría envuelta en una perpetua niebla: el cielo no sería visible, y, por ende, la astronomía, primogénita de todas las ciencias, sería imposible. El cielo no sería observable, y no por ello dejaría de existir. El positivista distingue, pues, «en sí» y «para sosotros». El fenomenólogo, por su parte, no admite ningún «en-sí», pues su primera operación no es la reducción a lo observable, sino la reducción al sentido. Si ha de haber para nosotros algo inobservable, es necesario que podamos referir una experiencia en la que la conciencia experimente lo que se le presenta como inobservable, de otro modo no sabríamos de qué hablamos. Y, en consecuencia, lo inobservable amenaza claramente con ser provisionalmente inobservable, observable mañana o en otro lado. A menos que sea la parte de sombra inherente a la experiencia en tanto que es inacabada: lo inobservable sería la otra manera de llamar al porvenir inagotable de la observación.
Es decir, que la fenomenalidad (el sentido del fenómeno) tal como la entiende el fenomenólogo, es en tan escasa medida una relatividad que señala la aparición de lo absoluto. Tanto en Hegel como en Husserl la fenomenología sólo afirma una cosa: esta aparición de lo absoluto. Este absoluto es el sujeto absoluto. Y Merleau-Ponty parece situarse en esta tradición cuando escribe: « Soy la fuente absoluta» (22).
¿Por qué después de haber insistido en el hecho de que la fundamentación del cogito en el percipio acababa con las pretensiones absolutistas de la consciencia, la situaba en lo inacabado y lo incierto? ¿La «primacía de la percepción» engendra un positivismo o un saber absoluto? El sujeto de la percepción es particular, está encarnado, situado, comprometido, etc.: en resumen, es un sujeto que parece relativo a toda especie de condiciones. ¿Pero estamos en condiciones de defender su humanidad desde el momento en que hereda las pretensiones absolutistas del cogito al mismo tiempo que el estatuto de sujeto verdadero?
Parece que Merleau-Ponty se haya embarcado en una empresa ambigua, que convierte lo relativo en lo absoluto. ¿Es el sujeto lo que se relativiza? ¿Es la percepción lo que se absolutiza? Es la percepción lo que se absolutiza: se convierte para nosotros en el saber absoluto. Merleau-Ponty acaba por cargar con los atributos aplastantes del «sujeto absoluto» a un pobre diablo que no pedía tanto: el desgraciado percipiens. Monarca irrisorio, subido en un trono demasiado alto para él, el sujeto de la percepción ve derrumbarse su imperio en torno suyo: los cubos pierden sus caras, las cosas que se alejan se difuminan, se vuelven minúsculas, los rostros tienen aspectos «ambiguos», los demás sólo existen en el infinito, el mundo se deshilacha… En verdad, el reino de las cosas sensibles requiere otro soberano y no acepta a este príncipe equívoco que se le quisiera imponer.
La obra de Merleau-Ponty es susceptible de una doble lectura. En ella podemos encontrar tanto una nueva «filosofía de la consciencia», como se decía entonces, como un intento de superar ese tipo de filosofía. Una «filosofía de la conciencia» consiste en enseñar que el origen de la verdad es el cogito. Merleau-Ponty sostiene que hay que volver a un «verdadero cogito», a saber, el «percibo» bajo el «pienso». El origen de la verdad sería particular, relativo, humano. Pero entonces el fenómeno no es sino una apariencia, es la opinión que puedo hacerme de las cosas, yo, situado aquí, hoy. Ahora bien, estas premisas fenomenológicas le impiden la distinción entre un ser en sí y un ser para mí. El origen de la verdad, aunque sea humana, es «la fuente absoluta». La oscilación entre lo relativo y lo absoluto, entre «Soy yo quien escribe el texto de mi experiencia» y «Es el mundo quien escribe este texto y no hago sino oír su voz», la duda entre el principio de un sujeto y la búsqueda de un origen más antiguo, un neutro (ne-uter: ni… ni…) más originario, fuente común al sujeto y al objeto, todas esas vacilaciones están presentes en el círculo del punto de partida: el único sentido que la palabra «ser» puede tener para mí es «ser para mí». ¿Hay que entender que cualquier otra forma de ser me supera completamente? ¿Hay que ver al contrario una declaración conquistadora: el único sentido de la palabra «ser» es el sentido que tiene para mí? Este círculo es patente en proposiciones como ésta:
El hecho metafísico fundamental reside en este doble sentido del cogito: estoy seguro de que hay ser -a condición, sin embargo, de no buscar otra clase de ser que el ser para mí (23).
La fenomenología de la historia
Merleau-Ponty escribe que en el cogito auténtico no es el «pienso» lo que contiene o sostiene al «soy», sino inversamente es el pienso lo que se reintegra al movimiento de trascendencia del soy y la consciencia a la existencia (24).
Esta frase expresa claramente las ambiciones y los límites de la «fenomenología existencial»: vuelta a la existencia, ya que el «soy» tiene prioridad sobre el «pienso»; inversión del idealismo por la que el «pienso» proporciona su sentido al «soy»; pero inversión que no abandona el terreno del cogito y respeta así lo esencial de lo que se enseña en filosofía desde Descartes.
La única novedad consiste en que el sujeto -que sigue siendo absoluto- está afectado por un «movimiento de trascendencia», lo que en el lenguaje de la época designa un paso más allá de lo dado o de lo presente. El sujeto siempre está huyendo ante sí mismo. Si sabe, no sabe que sabe, y si sabe que no sabe, no está seguro de saberlo. Si cree, no cree que cree (25). El sujeto de la percepción, a diferencia del Yo idéntico del idealismo (Yo=Yo), se define por esta imposibilidad definitiva de una «coincidencia consigo mismo». El sujeto, sumido de nuevo en la existencia, está afectado por una diferencia interna que Merleau-Ponty llama a veces no-coincidencia consigo, no posesión de sí, opacidad, etc. El falso cogito es la consciencia absoluta en la que un sujeto se reconoce idéntico a lo que piensa: pero si alguien se pudiera decir idéntico a sí mismo sería exterior al tiempo. El verdadero cogito es la conciencia humana, aquella que está marcada por una «distancia interior». En esta distancia por la que «ser yo» siempre es «estar fuera de mí», finalmente hay que reconocer el tiempo. El «yo,» nunca es del todo un «yo»: está inacabado, o, como dirá Deleuze, «cascado» (en la lengua francesa meridional una «cabeza cascada» es una cabeza loca). Siempre queda en el ego una parte impersonal o prepersonal sobre la que la persona del pensador nunca puede volver del todo para reflexionar sobre ella. Por ejemplo, no es completamente cierto decir: «Veo el azul del cielo.»
Si quisiera traducir exactamente la experiencia perceptiva, tendría que decir que se percibe en mí y no que percibo (26).
No veo como tampoco muero: la sensación, como tampoco la muerte, no es una experiencia personal de la que YO sería el sujeto. El sujeto que reflexiona se capta únicamente como «ya nacido» y «aún en vida»: los límites del nacimiento y de la muerte se le escapan. La reflexión se destaca sobre un fondo oscuro hacia el que se vuelve, que no alcanza a esclarecer y que es como un pasado original, un pasado que nunca ha sido presente (27).
Frente al sujeto incabado está el objeto, también inacabado. Esto es lo que constituye la originalidad del idealismo reformado, pero no sobrepasado, por Merleau-Ponty: la identidad del sujeto y del objeto -proposición fundamental del idealismo- se manifiesta en lo no acabado, en la no coincidencia, en el claroscuro.
La filosofía de la percepción opera un cierto desplazamiento del «yo» hacia el «se» (desplazamiento que se apresurarán, equivocadamente, en presentar como una superación del sujeto, mientras que evidentemente se trata de un traspaso, de un paso del sujeto personal al sujeto impersonal y anónimo). Esto es precisamente lo que debe hacer posible, a ojos de Merleau-Ponty, la constitución de una filosofía de la historia. Si el «yo» abriga en él un sujeto impersonal («se ve», «se nace», «se muere», «se empieza»), ocurrirá lo mismo con «nosotros»: y este espíritu anónimo, colectivo, vendrá a colmar el abismo que mantiene separados el en-sí y el para-sí. Ahora bien, esta zanja es lo que hace ininteligible el hecho de la historia.
En su lección inaugural en el Colegio de Francia, en 1953, Merleau-Ponty decía:
La teoría del signo, tal como la elabora la lingüística, acaso implica una teoría del sentido histórico que hace caso omiso de la alternativa entre las cosas y las conciencias ( … ). Saussure podría haber esbozado perfectamente una nueva filosofía de la historia (28).
Merleau-Ponty probablemente es el primero en haber solicitado una filosofía al Curso de lingüística general. Invoca al estructuralismo en contra del dualismo sartriano. Diez años más tarde, otros se remitirán a Saussure para explicar su abandono de la fenomenología: la «nueva filosofía de la historía» extraída del Curso no será fenomenológica. De este embrollo fenomenológico-estructuralista retendremos lo siguiente: Merleau-Ponty moviliza al servicio de su proyecto de una fenomenología de la historia las mismas autoridades que serán apeladas después de 1960 en contra de cualquier fenomenología. Sus aliados son en los años 1950 la lingüística saussuriana y la antropología estructural de Lévi-Strauss. Todo ocurre como sí estos aliados en la resistencia contra el activismo sartriano se hubieran transformado, después de la muerte de Merleau-Ponty, en 1961, en adversarios de la fenomenología en general, integrando el campo heteróclito bautizado como «estructuralismo».
En Les aventures de la dialectique, Merleau-Ponty le reprocha a Sartre ignorar el «intermundo»:
El problema reside en saber si, como dice Sartre, sólo hay hombres y cosas, o además ese intermundo que llamamos historia, simbolismo, verdad por hacer (29).
Si la dicotomía sujeto-objeto fuera cierta, todo el sentido provendría de los hombres, y todo el sentido para mí provendría de mí. Un solipsismo tal no puede afrontar la historia sin hacer a cada uno, en cada momento, responsable de la carga de la historia universal, y ello en todas sus decisiones. El pobre hombre no puede decir «quiero» sin decidir, lo quiera o no, sobre el sentido que tiene el precio del pan, la política del gobierno, el futuro de la humanidad, y también el pasado, la civilización romana, las danzas indias, etc.
La solución, pues, es que hay sentido, no fuera de la humanidad en general, sino fuera de las conciencias, a saber, entre ellas, en los símbolos. Entonces el sentido está fuera de mí, en tanto que es para nosotros, incluyendo este «nosotros» a las personas presentes (capaces de decir «queremos») al fondo anónimo de la humanidad. Merleau-Ponty aquí habla de «simbolismo» con referencia a los trabajos de Lévi-Strauss. Pero, de hecho, su concepto de «simbolismo» está más cerca del espíritu objetivo hegeliano que de la antropología estructural. En su Lección pedía:
¿Desde el momento en que nos habíamos privado del recurso al Espíritu objetivo hegeliano, cómo evitar el dilema entre la existencia como cosa y la existencia como conciencia, cómo entender este sentido generalizado que se pasea por las formas históricas y por la historia entera, que no es el pensamiento de ningún cogito y que los necesita a todos? (30).
¿Son las estructuras del estructuralismo las que proporcionan la respuesta a este «cómo»?
Presente fuera de nosotros en los sistemas naturales y sociales, y en nosotros como función simbólica, la estructura indica un camino fuera de la correlación sujeto-objeto que domina la filosofía desde Descartes a Hegel (31).
En 1942 Merleau-Ponty decía esto de la Gestalttheorie. Para él el estructuralismo se une, veinte años después, a la misma cruzada contra la antítesis entre la naturaleza y el espíritu. Lo que viene a decir que Merleau-Ponty entiende las «estructuras» del estructuralismo en el sentido en que hablaba de «estructura» en La estructura del comportamiento: confundiéndolas con Gestalten. Es verdad que no es el único en cometer este error.
El simbolismo pertenece al orden del lenguaje. La posibilidad de la historia descansa, pues, en el lenguaje. La filosofía de la historia de Merleau-Ponty (su filosofía política) es su filosofía del lenguaje. Ahora bien, considera que el lenguaje debe ser entendido a partir de la unidad del alma y el cuerpo, tal como está dada en el gesto. Cualquiera que sea el gesto, siempre es expresivo. Reconocemos un estilo de escritura, una manera de andar, de encender el cigarrillo. Hay aparición de un sentido porque hay expresión. Este sentido gestual, naturalmente, aún no es una significación explícita e intencional, a menos que obedezca a un código (por ejemplo, los signos secretos convenidos entre los espías). Merleau-Ponty dice que es un sentido a punto de nacer, «en estado naciente». En consecuencia, el gesto sería la «institución» del sentido, lo que quiere decir que produce el sentido (32). Ahora bien, en una filosofía que se inspira en Husserl, la historia es precisamente la historia de la verdad o del sentido, en la medida en que se asimila a una tradición y que lo único que se puede transmitir indefinidamente es el sentido (33).
Merleau-Ponty escribe:
Tenemos en el ejercicio de nuestro cuerpo y de nuestros sentidos, en tanto que nos insertan en el mundo, aquello con lo que comprender nuestra gesticulación cultural en tanto que ésta nos inserta en la historia (34).
El lenguaje explica la historia, ya que el sentido de la historia es ser la historia del sentido. El «ser en el mundo», o el «cuerpo propio», nos sitúan en el origen del lenguaje en la medida en que el ejercicio del cuerpo es expresivo. Así es como la fenomenología de la percepción, por esa mediación, se traduce en filosofía de la praxis: filosofía de la historia o filosofía política.
Como vemos, la tesis lingüístíca (la palabra, gesto expresivo) y la tesis política (la praxis, lugar del sentido de la historia) son indisociables. También los dos ejes de la semiología (la teoría del signo) y de la teoría de la historia van a definir el plano sobre el que se trazarán las evoluciones posteriores de la filosofía francesa. Estas coordenadas nos permitirán apreciar en lo que sigue las posiciones respectivas de unos y otros.
NOTAS:
(1) Intr. Hegel, pág. 366.
(2) Psicología de la Percepción (PP), pág. 519.
(3) Sentido y sin sentido (SNS), pág. 237.
(4) La estructura del comportamiento (SC), pág. 143.
(5) SC, pág. 227.
(6) SC, pág. 227.
(7) SC, pág. 241.
(8) SC, pág. 191.
(9) SC, pág. 215.
(10) Méditations cartésiennes, parágrafo 16.
(11) Aquí es donde «la tierra no gira». Merleau-Ponty estuvo vivamente interesado por el texto de Husserl que lleva este título (y que cita: PP, pág. 491). En efecto, ilustra de un modo notable la concepción fenomenológíca de un retorno al mundo vivido como origen de todos nuestros conocimientos, e incluso como origen original, die Ur-Arche. A primera vista, nos conduce a creer que la cuestión del movimiento de la tierra tiene que ser zanjada por la astronomía, es decir, por una ciencia que trate nuestro planeta como un objeto celeste entre otros. Desde que los astrónomos han adoptado la solución copernicana vivimos en un mundo, este donde vemos y decimos que «sale el sol», y pensamos en otro mundo, aquel donde sabemos que la tierra gira alrededor del sol. Hay un conflicto entre el mundo vivido (lebenswelt) y el mundo conocido, entre el percipio y el cogito. La fenomenología nos invita a resolver este conflicto dejando de identificar lo verdadero y lo objetivo, lo vivido y lo aparente. Pretende demostrar cómo el mundo vivido está en el origen del mundo conocido o mundo objetivo. Y si el mundo vivido está en el origen del mundo verdadero, a su manera, es más verdadero que el verdadero.
La ciencia hace de la tierra un objeto y le atribuye un movimiento en el espacio. Pero esta ciencia ha nacido en la tierra, y es aquí, en esta tierra, donde ha definido lo que son «objetivamente» el movimiento, el reposo, el espacio y la objetividad en general. La experiencia realizada aquí es la que proporciona un sentido a los enunciados del sabio, por ejemplo, al enunciado copernicano. El aquí que es el lugar de esta primera experiencia no es un lugar en el espacio, pues es el lugar de origen de la noción misma de espacio. Sobre esta “refutación de Copérnico” ver los comentarios de Derrida (OG, págs. 78-79), y desde un punto de vista hostil a la fenomenología, los de Serres (El sistema de Leibniz, PUF., t. II, págs. 710-712).
(12) La phénoménologie, PUF., 1954, pág. 45. Esta pequeña introducción a la fenomenología es un documento significativo que ilustra las preocupaciones de los años ’50: el interés de los fenomenólogos se ha desplazado de las matemáticas hacia las ciencias del hombre, de la polémica contra el historicismo a la búsqueda de posibilidades de acuerdo con el marxismo.
(13) PP, pág. 388.
(14) La phénoménologie, págs. 40-41.
(15) PP, pág. 236.
(16) PP, pág. 111.
(17) SC, pág. 201.
(18) PP, pág. 465.
(19) SNS, pág. 80.
(20) SNS, pág. 225.
(21) Posteriormente, Merleau-Ponty reconocerá una cierta insuficiencia en el punto de partida de su Fenomenología de la percepción. La muerte ha interrumpido el movimiento de su pensamiento que le conducía a una filosofía bastante diferente. Claude Lefort ha publicado, con el título Le visible et L’invisible, algunas partes ya aclaradas y notas para el libro que Merleau-Ponty preparaba desde hacía varios años. (Gallimard, 1964.) Nos referiremos a los comentarios de Lefort en Sur une colonne absente (Gallimard, 1978).
(22) PP, pág. 111.
(23) SNS, pág. 164.
(24) PP, pág. 439.
(25) NOTA SOBRE EL INCONSCIENTE. Merleau-Ponty propondrá interpretar la noción freudiana de inconsciente en términos de ambigüedad de la conciencia. En una conferencia de 1951 rechaza el inconsciente: lo que los psicoanalistas denominan de ese modo sólo puede cubrir un «saber no reconocido, no formulado, que no queremos asumir» (Signes, Gallimard, 1960, pág. 291. Traducción española de C. Martínez y G. Oliver, Signos, Barcelona, Seix Barral, 1973). Y añade: «En lenguaje aproximativo, aquí Freud está en un tris de descubrir lo que otros han llamado con más acierto Percepción ambigua. Trabajando en este sentido, encontraremos un estado civil para esta conciencia que subyace a nuestros actos y a nuestros conocimientos intencionadamente, y que roza sus objetos, los elude en el momento en que va a plantearlos, los tiene en cuenta como el ciego a los obstáculos; más que reconocerlos no quiere saberlos, los ignora, en tanto que los sabe, los sabe en tanto que los ignora.» (Ibíd.). Estos «otros» que han hablado de «percepciór- ambigua» son los fundadores de la Gestalttheorie.
Merleau-Ponty, pues, propone al psicoanálisis renunciar a hablar de inconsciente y convertirse a la consciencia ambigua. El debate que va a oponer en los años 1960 la fenomenología al psicoanálisis sin duda será la razón esencial de la derrota de la primera ante la opinión. Los psicoanalistas no tendrán que hacer muchos esfuerzos para demostrar que este cambio del inconsciente por la conciencia implícita deja fuera todo lo que constituye el valor del descubrimiento freudiano. Nos haremos una idea de la manera en que unos y otros se enfrentaban remitiéndose a las Actas del Congreso de Bonneval de 1960 (publicadas en Desclée de Brouwer en 1966). Esta discusión anticipa la polémica entre Paul Ricoeur y los lacanianos que suscitará la obra del primero, De Vinterpretation, essai sur Freud, Scuil, 1965 (traducción española de A. Suárez, De la interpretación. Ensayo sobre Freud, Buenos Aires, Siglo XXI, 1970).
(26) PP, pág. 249.
(27) PP, pág. 280.
(28) Eloge de la philosophie, págs. 74-75.
(29) Las aventuras de la dialéctica (AD). Pág. 269.
(30) Eloge de la philosophie, pág. 73.
(31) Signes, «De Mauss á Claude Lévi-Strauss», pág. 155. Este artículo es de 1959.
(32) El curso de Merleau-Ponty en el Colegio de Francia del año 1954-55 se llamaba: «la ‘institución’ en la historia personal y pública». El resumen del curso indica que la noción de institución “remedio para las dificultades de la conciencia” tendría que permitir «el desarrollo de la fenomenología en metafísica de la historia» (cfr. M. Merleau-Ponty, Résumes de cours, Gallimard, 1968, págs. 59 y 65).
(33) Ver El origen de la geometría de Husserl, y la importante introducción de Derrida a su traducción francesa de este texto.
(34) Signes, pág. 87.
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Texto extraído de “Lo mismo y lo otro”, Vincent Descombes, págs. 81/104, editorial Cátedra, Madrid, España, 1998.
Edición original: Cambridge U.P. , 1978.
Selección y destacados: S.R