El cuerpo como metáfora

(El cuerpo en la época medieval)

Jacques Le Goff
Estado, ciudad, Iglesia, universidad, humanidad… el cuerpo se convierte en la Edad Media en una meta. Ciertamente, esto no es novedad en Occidente. En la República, Platón había impuesto ya un modelo organicista a su «ciudad ideal», distinguiendo y separando la cabeza (el filósofo rey) del vientre (los agricultores) y de los pies (los guardianes). Más tarde, Hobbes retomará en Leviatán (1651) la imagen de un Estado simbolizado por el cuerpo de un gigante, un soberano formado él mismo por los cuerpos de la multitud de la sociedad humana.
Es en la Edad Media, de todos modos, cuando arraiga el uso de la metáfora del cuerpo para designar una institución. La Iglesia como comunidad de fíeles está considerada como un cuerpo cuya cabeza es Cristo (1). Las ciudades, en particular con el auge de las conjuraciones y de las comunas urbanas, tienden a formar asimismo un «cuerpo místico» (2). Las universidades por su parte, funcionan como verdaderos «cuerpos de prestigio» (3). Pero tal vez es en torno a la cuestión política donde se articula la metáfora corporal en la Edad Media, mientras se desarrolla la analogía entre el mundo y el hombre. El hombre se convierte en un universo en miniatura. Y en un cuerpo desnudo, como en una soberbia miniatura de un manuscrito de Lucca del Libro de las obras divinas de Hildegarda de Bingen (Liber divinorum operum), del siglo XII, que reproduce en pequeño el mundo en el centro del cual está él mismo.
EL HOMBRE MICROCOSMOS
El tema del «hombre-microcosmos» se desarrolla plenamente en la filosofía del siglo XII, en el seno de la escuela de Chartres, con el tratado de Bernard Silvestre De mundi universitate sive megacosmus et microcosmus (Del universo del mundo o megacosmos y microcosmos), con la extraordinaria abadesa Hildegarda de Bingen y la no menos sorprendente Herade de Landsberg, con Hughes de Saint-Victor, con Honorius Augustodunensis. Este tema lo heredará la literatura enciclopédica y didáctica del siglo XIII. En el mundo sublunar procedente de Aristóteles y bajo la influencia de los astros desarrollada por una astrología triunfante, el cuerpo se ha convertido en la metáfora simbólica del universo.
Las metáforas corporales se articularon principalmente en la Antigüedad en torno a un sistema caput-venter-membra (cabeza-entrañas-miembros), aunque, evidentemente, el pecho (pectus) y el corazón (cor), en tanto que sedes del pensamiento y de los sentimientos, se han prestado a usos metafóricos.

Entre las entrañas, el hígado (hepar, en griego, o más a menudo jecur o jocur) desempeñó un papel simbólico particularmente importante. En primer lugar en la adivinación heredada de los etruscos, que lo convertía en una especie de órgano sagrado, y a continuación en su función de sede de las pasiones.

En el apólogo de Menenio Agripa, según Tito Livio, es el vientre (que designa al conjunto de las entrañas) el que desempeña en el cuerpo el papel de coordinación y al que los miembros deben obedecer, ya que transforma la alimentación en sangre, que se envía mediante las venas a todo el cuerpo. De este modo, la Edad Media hereda metáforas antiguas.
El corazón, cuerpo del delirio
Del siglo XIII al XIV, la ideología del corazón se desarrolla plenamente y prolifera a favor de un imaginario que confina a veces con el delirio. A f ines del siglo XII, el teólogo Alain de Lille exalta ya «el corazón sol del cuerpo».
Como ilustra en particular el tema del corazón comido que se insinúa en la literatura francesa del siglo XIII. Del Lai d’Ignauré, amante de doce damas, asesinado por los doce maridos engañados después de haberlo castrado y arrancarle el corazón, dándolo de comer (con el falo) a las doce infieles, al Roman du châtelain de Couci et de la dame de Fayel, en el que una mujer también es víctima de una cruel comida en el curso de la cual debe comerse el corazón de su amante (4), los relatos eróticos y corteses testimonian esta presencia obsesiva. En la melancolía saturniana del otoño de la Edad Media, en el siglo XV, la alegoría del cuerpo inspira al buen rey René el libro de El corazón enamorado (5). En este siglo XV se exaspera el tema del martirio del corazón, lugar privilegiado del sufrimiento.

Es preciso ir más allá de los límites cronológicos de la Edad Media tradicional, el siglo XV, para gozar de una vista de conjunto de la evolución de la imagen del corazón. A finales del siglo XVI y sobre todo en el XVII, un lento «progreso» de la metáfora del corazón conducirá a la devoción del Sagrado Corazón de Jesús, avatar barroco de la mística del corazón preparada ya a partir del siglo XII con el «dulcísimo corazón de Jesús» de san Bernardo y la transferencia de Cristo crucificado desde el lado derecho hasta el lado izquierdo, el lado del corazón. Al mismo tiempo, en el siglo XV, el corazón de la Virgen aparece atravesado por las espadas de los siete dolores (6).
A partir del siglo XVI estalla en la espiritualidad mística, en el franciscano Jean Vitrier y en el cartujo Juan Lansperguis, la importancia y la polisemia del vocablo «corazón». La devoción al Sagrado Corazón de Jesús se desarrolla en la época «barroca» de la Edad Medía en los escritos de santa Gertrudis de Helfta (muerta en 1301 o 1302) y de Juan Lansperguis, maestro de los novicios de la cartuja de Colonia de 1523 a 1530 (7).

Es llamativo ver que, en las instrucciones dejadas por san Luis antes de su muerte a su hijo, el futuro Felipe III, así como a su hija Isabel, la pareja cuerpo/alma no aparece jamás, y la metáfora antitética que expresa la estructura y el funcionamiento del individuo cristiano es el de la pareja cuerpo/corazón. Éste ha absorbido todo lo que de espiritual hay en el hombre.
La cabeza, función dirigente
La cabeza (caput) era para los romanos -como para la mayor parte de los pueblos- la sede del cerebro, órgano que contiene el alma, la fuerza vital de la persona y que ejerce en el cuerpo la función dirigente. El historiador Paul-Henri Stahl ha demostrado que las prácticas de decapitación -muy presentes en las sociedades arcaicas y medievales- testimonian estas creencias en las virtudes de la cabeza. La caza de cabezas se vio animada por el deseo de aniquilar y a menudo de apropiarse -por la posesión del cráneo- de la personalidad y el poder de un extraño, de una víctima o de un enemigo (9).
El valor simbólico de la cabeza se refuerza singularmente en el sistema cristiano, ya que se enriquece con la valoración de lo alto en el subsistema fundamental alto / bajo, expresión del principio cristiano de jerarquía: no sólo Cristo es la cabeza de la Iglesia, es decir, de la sociedad, sino que Dios es la cabeza de Cristo. «[…] la cabeza de todo varón es Cristo, y la cabeza de la mujer, el varón, y la cabeza de Cristo, Dios», dice Pablo en su Epístola I a los Corintios (11,3). De este modo, la cabeza, de acuerdo con la fisiología antigua, es el principio de cohesión y de crecimiento (Epístola a los Colosenses, 2,19).
El refuerzo metafórico del corazón todavía es más grande. No sólo, como señala Xavier-Léon Dufour, el corazón es, en el Nuevo Testamento, «el lugar de las fuerzas vitales», sino que, generalmente empleado en un sentido metafórico, designa también la vida afectiva y la interioridad, «la fuente de los pensamientos intelectuales, de la fe, de la comprensión». Es «el centro de las elecciones decisivas, de la conciencia moral, de la ley no escrita, del encuentro con Dios» (10).

Aristóteles define el corazón como el origen de la sensación, y el aristotelismo medieval retorna el tema. San Agustín, por su parte, convierte al corazón en la sede del «hombre interior». En el siglo XII, siglo de la proclamación del amor, se afirman paralelamente el amor sacro, exaltado en particular en numerosos comentarios del Cántico de los cánticos, y el amor profano, que adopta las formas del amor cortés. En el terreno de la simbología política del corazón, la costumbre de los reyes y poderosos de repartir los cuerpos después de la muerte multiplica la erección de «Tumbas del corazón». Felipe el Hermoso, en su conflicto con el Papado, practica una auténtica «polítíca del corazón».
El hígado, gran perdedor
Hay, en cambio, un «perdedor» en esta configuración metafórica: el hígado. No sólo su papel en la adivinación -ya arcaica y siempre «extraña» entre los romanos- había quedado borrado por completo por el rechazo cristiano de todas las formas de adivinación pagana, como hemos visto a propósito de la interpretación de los sueños, sino que su estatuto «fisiológico-simbólico» había sufrido una fuerte desvalorización. Según Isidoro de Sevilla, representante del saber «científico» de base, en el que se mezclan fisiología y simbolismo moral en el terreno de las metáforas corporales de la cristiandad medieval, In Jecore autem consistit voluptas et concupiscentia («el hígado es la sede de la concupiscencia»). Esta frase concluye la definición de la función fisiológica de este órgano: «El nombre del hígado procede del hecho de ser la sede del fuego que sube al cerebro (etimología extraída de jacio y jeci, que significa “lanzar” o “enviar”). De ahí se difunde a los ojos y a los otros sentidos y miembros y, gracias a su calor, transforma el jugo que se extrae de la alimentación en sangre que ofrece a cada miembro para que se alimente de ella».

El hígado -también se dice «vientre» o «entrañas»- es de este modo rechazado hacia abajo, por debajo de la cintura, en el lado de las partes vergonzosas del cuerpo. Y se convierte en la sede de la lujuria, de esta concupiscencia que, desde san Pablo y san Agustín, el cristianismo persigue y reprime.
La mano, instrumento de ambigüedad
En el sistema de la simbología corporal, la mano adopta en la Edad Media un lugar excepcional, representativo de las tensiones ideológicas y sociales del período. En primer lugar es signo de la protección y del mando. Éste es el caso, ante todo, de la mano de Dios que surge del cielo para guiar a la humanidad. También es la operadora de la plegaria que define al clérigo y más ampliamente al cristiano, cuya figura más antigua es la del orante. Cumple los gestos por excelencia.

Pero también es el instrumento de la penitencia, del trabajo inferior. San Benito inscribe el trabajo manual en el primer rango de los deberes del monje, bajo el prisma doblemente contradictorio de la redención y de la humillación, sin que contribuya a la rehabilitación general del trabajo. Como ya hemos visto, el poeta Rutebeuf afirma orgulloso, en el siglo XIII: «No soy obrero manual».
Esta ambigüedad de la mano se vuelve a encontrar en el gesto simbólico del vasallaje, el homenaje, que se sitúa en el corazón del sistema feudal. El vasallo coloca sus manos en las del señor en señal de obediencia pero también de confianza.

Otra parte del cuerpo sella la entente simbológica del señor y del vasallo: la boca, con el beso simbólico de la paz. Y este beso es un beso en la boca. Se desliza ya hacia el terreno del vasallaje cortés: es el símbolo del amor cortés entre el caballero y su dama.
USO POLITICO DE LA METÁFORA CORPORAL
Las concepciones organicistas de la sociedad basadas en metáforas corporales en las que se utilizan al mismo tiempo partes del cuerpo y el funcionamiento del cuerpo humano o animal en su conjunto se remontan a la más alta Antigüedad.
El apólogo de los miembros y del estómago que desemboca en una de las fábulas más célebres de La Fontaine se remonta al menos a Esopo (fábulas 286 y 206) y fue puesta en escena en un episodio tradicional de la historia romana: la secesión de la plebe en el monte Sacro (que relatos más tardíos sustituyeron por el Aventino) en 494 a.C. Según Tito Livio (II, XXXII), el cónsul Menenio Agripa puso fin a la misma recordando al pueblo, con la ayuda de esta fábula, no sólo la necesaria solidaridad entre la cabeza (el senado romano) y los miembros (la plebe), sino la obligatoria subordinación de éstos a aquélla.

Es probable, pues, que el uso político de las metáforas corporales sea un legado de la Antigüedad grecorromana al cristianismo medieval. Se puede descubrir en éste uno de esos cambios de configuración de los valores que siguen utilizando premisas paganas modificando el sentido, desplazando los acentos, sustituyendo ciertos valores por otros, infligiendo a los usos metafóricos devaluaciones y valorizacíones.
¿La cabeza o el corazón?
El sistema cristiano de las metáforas corporales descansa sobre todo en la pareja cabeza / corazón. Lo que da toda su fuerza a estas metáforas en este sistema es el hecho de que la Iglesia en tanto que comunidad de fieles se considera un cuerpo cuya cabeza es Cristo. Esta concepción de los creyentes equiparados con miembros múltiples, conducidos por Cristo a la unidad de un solo cuerpo, fue establecida por san Pablo (11): «Pues a la manera que en un solo cuerpo tenemos muchos miembros, y todos los miembros no tienen la misma función, así nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo, pero cada miembro está al servicio de los otros miembros», afirma Pablo en su Epístola a los Romanos (12,4-5). Pablo establece incluso un paralelismo entre el dominio del hombre sobre la mujer y el de Cristo sobre la Iglesia: «[…] el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia y salvador de su cuerpo. Y como la Iglesia está sujeta a Cristo, así las mujeres a sus maridos en todo» (Epístola a los Efesios, 5,23-24). En este caso se trata de dominación y sujeción. Nos encontramos claramente en el dominio del poder, aunque se trate tan sólo de poder marital.
Esta concepción domina con la del cuerpo mítico de Cristo, es decir, la eclesiología medieval (12). Se insinúa en la ideología política en la época carolingia: el imperio, la encarnación de la Iglesia, forma un solo cuerpo cuyo jefe es Cristo, y que él dirige en la tierra por mediación de dos personas, «la persona sacerdotal y la persona real», es decir, el papa y el emperador o el rey (13).
Como los ojos en la cabeza
El uso metafórico de las partes del cuerpo se esboza durante la Edad Media, y se politiza posteriormente en la época carolingia, a raíz de la reforma gregoriana, y finalmente en el siglo XII, a la que agradó particularmente esta comparación.
Un texto ciertamente interesante a este respecto es el tratado titulado Contra los simoníacos (1057), escrito por un monje lorenés que se convirtió en cardenal, Humbert de Moyenmoutier, uno de los principales promotores de la reforma llamada «gregoriana». En efecto, combina el famoso esquema trifuncional de la sociedad que conoce su primer período de éxito en el Occidente medieval (14) -funciones de lo sagrado, del guerrero y del laborioso- con una imaginería organicista.
Según la ideología de los sacerdotes reformadores del momento, este monje insiste en la superioridad de los clérigos sobre los laicos así como en la subordinación de las masas populares en relación con los clérigos y los nobles laicos: «El orden clerical es el primero en la Iglesia, como los ojos en la cabeza. De él habla el Señor cuando dice: ” […] porque el que os toca a vosotros, toca a la niña de mis ojos” (Zacarías, 2,8). El poder laico es como el pecho y el brazo, cuya potencia está acostumbrada a obedecer a la Iglesia y a defenderla. En cuanto a las masas, asimilables a los miembros inferiores y a las extremidades del cuerpo, están sometidas a los poderes eclesiásticos y seculares, pero al mismo tiempo son indispensables para éstos» (15).
Las tres funciones son, esquemáticamente, las de lo sagrado, el guerrero y el laborioso. Están encarnadas por los que oran (oratores), los que luchan (bellatores) y los que trabajan (laboratores). Cada función implica al cuerpo: mediante la plegaria, el combate o el trabajo.
El Estado es un cuerpo
La utilización política de la metáfora organicista alcanza su definición clásica en el Policraticus de Juan de Salisbury (1159). “El Estado (Respublica) es un cuerpo” escribe. «El príncipe ocupa en el Estado el lugar de la cabeza, está sometido al Dios único y a quienes son sus lugartenientes en la tierra, ya que en el cuerpo humano la cabeza también está gobernada por el alma. El senado ocupa el lugar del corazón, que da sus impulsos a las buenas y a las malas obras. Las funciones de los ojos, de las orejas y de la lengua las llevan a cabo los jueces y los gobernadores de las provincias. Los “oficiales” y los “soldados” (officiales y milites) pueden compararse a las manos. Los asistentes regulares del príncipe son los costados. Los cuestores y los escribanos -no hablo de los directores de prisiones, sino de los “condes” del tesoro privado-», precisa, «evocan la imagen del vientre y de los intestinos, que, si se llenan de una avidez demasiado grande y si retienen con excesiva obstinación su contenido, engendran innumerables e incurables enfermedades y a través de sus vicios pueden acarrear la ruina de todo el cuerpo. Los pies que se adhieren siempre al suelo son los campesinos. El gobierno de la cabeza les es tanto más necesario cuanto que se ven enfrentados a numerosos vuelcos en su marcha sobre la tierra al servicio del cuerpo y necesitan del apoyo más justo para mantener todo en pie, apoyar y mover la masa entera del cuerpo. Separad del cuerpo más robusto el apoyo de los pies y no avanzará con sus propias fuerzas, sino que o bien se arrastrará de forma vergonzosa, pesadamente y sin éxito sobre las manos, o bien se desplazará a la manera de las bestias brutas.»
Estas líneas sorprenden por su carácter arcaico, mal adaptado a las realidades institucionales y políticas de la Edad Media. El senado y los cuestores, por ejemplo, son anacrónicos. Juan de Salisbury presenta en efecto este texto como una parte de un tratado de educación política que al parecer Plutarco habría redactado para el emperador Trajano. Esta atribución es, desde luego, falsa. Los exégetas de este texto piensan en general que se trata de un texto griego posterior traducido a continuación al latín, y que Juan de Salisbury lo habría incluido en su tratado conservando la falsa atribución a Plutarco que circulaba en los ambientes letrados del siglo XII.

Pero otros comentaristas tienen tendencia a pensar que se trata de un pastiche de texto antiguo forjado por el propio filósofo cartujo. En cualquier caso, el texto llamado Institutio Traiani (La institución de Trajano) es a la vez la expresión del pensamiento político de una corriente humanista, caracterizada por lo que se denomina el Renacimiento del siglo XII, y la exposición de un tema a menudo retomado por los espejos de los príncipes del siglo XIII y de la baja Edad Media. Poco importa aquí la atribución de este texto, que de hecho emana de uno de los grandes pensadores políticos de la Edad Media, que es interesante como testimonio del funcionamiento medieval de la metáfora organicista en el terreno político.
Las funciones superiores están repartidas entre la cabeza, el príncipe (o, más concretamente, en los siglos XII y XIII, el rey) y el corazón, ese hipotético senado. En la cabeza se alojan los hombres honorables de la sociedad, como los jueces y otros representantes de la cabeza frente a las provincias simbolizadas por los ojos, las orejas o la lengua, símbolos expresivos de lo que se ha dado en llamar la monarquía administrativa o burocrática. Todas las demás categorías socio-profesionales están representadas por partes menos nobles. Funcionarios y guerreros se asimilan a las manos, porción del cuerpo de estatuto ambiguo, entre la poca consideración hacia el trabajo manual y el papel honorable de brazo secular. Los campesinos no se escapan a la comparación con los pies, es decir, con la parte más baja del cuerpo humano que, en cualquier caso, lo mantiene en pie y le permite caminar.
El texto insiste asimismo en el papel fundamental de esta base del cuerpo social, al hilo de los escritores eclesiásticos de los siglos XI y XII, que han subrayado la situación dramática de las masas rurales alimentando las órdenes superiores y atrayéndose su desprecio y sus exacciones. Pero los peor localizados son los representantes específicos de la tercera función, los que encarnan la economía y, más en particular, el manejo del dinero. El pensamiento antiguo y el pensamiento cristiano se unen en este desprecio hacia la acumulación de riquezas, situada en los pliegues innobles del vientre y de los intestinos, definitivamente degradados, caldo de cultivo de las enfermedades y de los vicios, sede de un obsceno estreñimiento de los stocks amasados por un Estado parsimonioso, avaro, sin generosidad ni esplendidez.
La cabeza invertida
El episodio más interesante relacionado con la utilización política de las metáforas corporales se sitúa en el paso del siglo XIII al siglo XIV, en el marco del violento conflicto que opuso al rey de Francia Felipe IV el Hermoso con el papa Bonifacio VIII. Como en la época de los Libelli de lite, es decir, de los Opúsculos sobre las querellas (entre el papa y el emperador), los opúsculos nacidos de la querella de las Investiduras en los siglos XI y XII, la polémica propició el nacimiento, bajo una forma más moderna (ya que se vio implicada la opinión pública, más allá de los grandes laicos y eclesiásticos), una caterva de tratados, de libelos y de panfletos. La metáfora del «hombre-microcosmos» se empleó de una forma particularmente interesante en un tratado anónimo, Rex Pacificus, redactado en 1302 por un partidario del rey.

Según este tratado, el hombre microcosmos de la sociedad tiene dos órganos principales: la cabeza y el corazón. El papa es la cabeza que da a los miembros, es decir, a los fieles, la verdadera doctrina y los conmina a cumplir las buenas obras. De la cabeza parten los nervios, que representan la jerarquía eclesiástica que une los miembros entre sí y con su jefe, Cristo, cuyo lugar ocupa el papa y que garantiza la unidad de la fe.

El príncipe es el corazón del que parten las venas que distribuyen la sangre. Del mismo modo, del rey proceden las ordenanzas, las leyes, las costumbres legítimas que transportan la sustancia nutritiva, es decir, la justicia, a todas las partes del organismo social. Dado que la sangre es el elemento vital por excelencia, el más importante de todo el cuerpo humano, las venas son más valiosas que los nervios y el corazón domina sobre la cabeza. El rey es, pues, superior al papa.

Tres argumentos acaban completando la demostración. El primero se ha tomado prestado de la embriología y prolonga la simbología corporal. En el feto, el corazón aparece antes que la cabeza, y en consecuencia la realeza precede al sacerdocio. Por otro lado, las autoridades confirman la superioridad del corazón sobre la cabeza. Y el autor del tratado enrola en su campo a Aristóteles, a san Agustín, a san Jerónimo y a Isidoro de Sevilla.

Finalmente, hay una prueba etimológica, que obedece a una lógica que no es la de la língüística moderna. El rey se llama en griego basileus, que parece proceder de basis. En consecuencia, el rey es la base que sostiene la sociedad. El autor de Rex Pacificus no se apura con este juego de manos que hace pasar al príncipe de la cabeza al corazón y del corazón a la base. Cuando hay poder, la prioridad está en el príncipe o el Estado.

Y sin embargo, la conclusión es un compromiso. La jerarquía entre el corazón y la cabeza se borra en beneficio de una cohabitación en la autonomía: «De todo ello resulta, según toda evidencia, que del mismo modo que en el cuerpo humano hay dos partes principales, que tienen funciones distintas, la cabeza y el corazón, de manera que una no interfiere en el oficio de la otra, en el universo hay dos jurisdicciones separadas, la espiritual y la temporal, que tienen atribuciones bien marcadas». Por consiguiente, príncipes y papas deben mantenerse, unos y otros, en su lugar. La unidad del cuerpo humano se sacrifica en el altar de la separación entre lo espiritual y lo temporal. La metáfora organicista se difumina (16).
La concepción de un doble circuito que habitaría en el cuerpo del hombre, el de los nervios que parten de la cabeza y el de las venas y arterias que parten del corazón, concepción que permite el uso metafórico de estas dos partes del cuerpo para explicar la estructura y el funcionamiento del cuerpo social, se corresponde a la perfección con la ciencia fisiológica de la Edad Media, legada por Isidoro de Sevilla y reforzada por la promoción simbólica y metafórica del corazón en la Edad Media. En el caso de la cabeza, así se pronuncia Isidoro: «La primera parte del cuerpo es la cabeza, y ha recibido este nombre, caput, porque todos los sentidos y los nervios (sensus omnes et nervi) tienen en ella su origen (initium capiunt) y toda fuente de fuerza surge de la misma» (17). En cuanto al corazón: «El corazón (cor) procede de una denominación griega a la que llaman kardian, o de cura (cuidado, atención). En efecto, en él reside toda solicitud y la causa de la ciencia. De él parten dos arterias, la izquierda con más sangre, la derecha con más espíritu, y por ello observamos el pulso en el brazo derecho» (18).
La cabeza sobre los pies
Para Henri de Mondeville, cirujano de Felipe el Hermoso, más o menos contemporáneo del autor anónimo del Rex Pacificus, y autor él mismo de un tratado de cirugía, redactado entre 1306 y 1320, al que Marie-Christine Pouchelle ha dedicado un hermoso libro ya citado (19), el corazón ha adoptado una importancia primordial, pues se ha convertido en el centro metafórico del cuerpo político. La posición central atribuida al corazón expresa la evolución del Estado monárquico, donde lo que más importa no es tanto la jerarquía vertical expresada por la cabeza, y aún menos el ideal de unidad, de unión entre lo espiritual y lo temporal característico de una cristiandad superada que estalla en pedazos, sino la centralización que se realiza en torno al príncipe.
Henri de Mondeville apuntala esta nueva fisiología política en una ciencia del cuerpo humano que prolonga el saber isidórico pero lo desvía a favor de este corazón gracias al cual es posible pensar metafóricamente el Estado naciente: «El corazón es el órgano principal por excelencia, que da a todos los otros miembros del cuerpo entero la sangre vital, el calor y el espíritu. Se encuentra en medio de todo el pecho, como su papel requiere, como el rey en medio de su reino». ¿Quién es el soberano del cuerpo?, pregunta Marie-Christine Pouchelle a la obra de Henri de Mondeville. La respuesta es inequívoca: el corazón, es decir, el rey.
Pero de manera general, la cabeza sigue siendo o vuelve a ser el jefe del cuerpo político. A principios del siglo XV, un jurista de Nimes, Jean de Terrevermeille, teórico de la monarquía en sus tres Tractatus escritos en 1418-1419 para apoyar la legitimidad del delfín Carlos (el futuro Carlos VII) y que servirán al final del siglo XVI la causa de Enrique de Navarra (el futuro Enrique IV), sostiene que «el cuerpo místico o político del reino» debe obedecer a la cabeza, que representa el principio de unidad esencial y garantiza el orden en la sociedad y en el Estado. Es el miembro principal al que los otros deben obedecer. Y como una sociedad con dos cabezas sería monstruosa y anárquica, el papa no es más que una cabeza secundaria (caput secundarium), como también dirá Jean Gerson. Así, osaremos decir, he aquí la cabeza de nuevo sobre sus pies.
El rey y el santo
Un uso simbólico del cuerpo sirve para reforzar el poder de los dos «héroes» de la Edad Media: el rey y el santo. El rey de Francia ha conquistado en la Edad Media un poder taumatúrgico, el de curar a los enfermos de una afección cutánea, las escrófulas, nombre de la adenitis tuberculosa. Esta curación se obtiene con ocasión de una ceremonia organizada ciertos días en ciertos lugares (por ejemplo en el claustro de la abadía de Saint-Denis): el «tacto de las escrófulas», mediante el cual el rey curaba el cuerpo del enfermo.
El santo medieval también tiene un poder que pasa por el cuerpo y se dirige a menudo a los cuerpos. Como ha reconocido Peter Brown, el santo es un «muerto excepcional»: son su cadáver y su tumba los que curan a los enfermos que se acercan a ellos y logran tocar o bien una parte de su cadáver convertida en reliquia corporal o bien su tumba. Su eficacia se ejerce sobre todo en los cuerpos: curación de las enfermedades, recuperación de los lisiados, y en particular de los cuerpos débiles y amenazados: niños pequeños, mujeres que acaban de dar a luz, ancianos.
Más aún, en el siglo XIII, la devoción a Cristo, el deseo de identificación con él conduce a san Francisco de Asís a recibir en su cuerpo las marcas de Jesús crucificado: los estigmas. A partir del siglo XIII, el desarrollo de una devoción laica mórbida asocia una elite penitencial laica con la herencia del ascetismo monástico de la alta Edad Media: ello se refleja en las prácticas de flagelación que se manifiestan en 1260 y durante el siglo XIV.
El cuerpo de la ciudad
La ciudad no se presta tan fácilmente como la Iglesia o la Respublica a la simbología corporal. Pero ciertas concepciones medievales de la ciudad favorecen metáforas anatómicas y biológicas subyacentes.

En primer lugar está la afirmación, procedente de la Antigüedad y relevada por san Agustín, según la cual no son las piedras -las de las murallas, de los monumentos y de las casas- las que hacen la ciudad, sino los hombres que las habitan, los ciudadanos, los cives. La idea la retoma con fuerza el dominico Alberto el Grande a mediados del siglo XIII en una serie de sermones pronunciados en Augsburgo que constituyen una especie de «teología de la ciudad».

La otra concepción que arrastra a la ciudad hada una metáfora de tipo corporal es la de la ciudad como «sistema» urbano (22). La metáfora corporal aflora también a propósito de ciertos componentes esenciales de la ciudad. La ciudad medieval es un centro económico y, más que un mercado, es un centro de producción artesanal, los artesanos urbanos se organizan en gremios o «corporaciones» (23). La ciudad medieval también es un centro religioso, y más que en el campo, donde el pueblo y la parroquia se identifican, la parroquia urbana, a menudo vinculada con el barrio, es un «cuerpo de fieles», dirigido por un cura.

En todas estas aproximaciones lo que se afirma es la idea de la necesaria solidaridad entre el cuerpo y los miembros. La ciudad, a imagen del «cuerpo social», es y debe ser un conjunto funcional de solidaridades, cuyo modelo es el cuerpo.
NOTAS:
1. Sobre esto, véase el notable estudio pionero de Marie-Chrístine Pouchelle, Corps et chirurgie á l’apogée du Moyen Age. Savoir et imaginaire du corps chez Henri de Mondeville, chirurgien de Philippe le Bel, París, Flammarion, 1983. Una visión general de las metáforas corporales se encuentra en Judith Schlanger, Les Métaphores de l´organisme, París, Vrin, 1971.

2. Jean-Claude Schmitt, Le Corps, les rites, les réves, le temps. Essais d’anthropologie médiévale, París, Gallimard, 2001.

3. Jacques Le Goff, Un autre Moyen Age, París, Gallimard, 1999.

4. Le Coeur mangé. Récits érotiques et courtois des II et XIII siècles, adaptado al francés moderno por Danielle Régnier-Bohler, prefacio de Claude Gaignebet, posfacio de Danielle Régnier-Bohler, París, Stock, 1979.

5. Marie-Thérése Gousset, Daniel Poirion y Franz Unterkircher, Le Coeur d’amour épris, París, Philippe Lebaud, 1981. «Le “cuer” au Moyen Âge (Réalité et signifiance)», Aix-en-Provence, Cuerma, Sénéfiance, nº 30, 1991.

6. Louis Réau, Iconographie de l’art chrétien, tomo II, vol. II, París, PUF, 1957.

7. Karl Richstätter, Die Herz-jesu Verehrung des deutschen Mittelalters, Múnich, 1919. Pierre Debongnie, «Commencement et recommencement de la dévotion au Coeur de Jésus», en Études carmélitaines, nº 29, 1950. André Godin, Spiritualité franciscaine en Flandre au XVI siecle, l’Hométiaire de Jean Vitrier, Ginebra, Droz, 1971. Gérald Chaix, «La place et la fonction du coeur chez le chartreux Jean Lansperge», en Jean-Claude Margolin (comp.), Acta conventus neo-latín¡ Turonensis, París, Vrin, 1980.

8. Antes que el texto arreglado que preparó Joinville en su Vie de Saint Louis, preferiremos el de los «Enseignements de Saint Louis á son fis et á sa fille» publicados en su forma original por J. J. O’Connell, The Teachings of Saint Louis, a critical text, Chapell Hill, 1972; y, en una traducción en francés moderno, David 0’Connell, Les Propos de Saint Louis (con un prefacio de J. Le Goff), París, Gallimard, 1974.

9. Paul-Henri Stahl, Hístoire de la décapitatión, París, PUF, 1986.

10. Xavier-Léon Dufour, Dictionnaire du Nouveau Testament, París, Seuil, 1975.

11. Ibid.

12. Henri de Lubac, Corpus mysticum. L’eucharistie et L’Église au Moyen Age, París, 1944. Miri Rubin, Corpus Christi. The Eucharist in Late Medieval Culture, Cambridge, Cambridge University Press, 1991. Yves Congat, L’ Ecclésiologie du haut Moyen Age, París, Cerf, 1968; y L’Église de saint Augustin á l’époque moderne, París, Seuil, 1970.

13. Por ejemplo, el canon 3 del concilio de París de 829: Quod ejusdem ecciesiae corpus in duabus principaliter dividatur personis («Que el cuerpo de la Iglesia se divida principalmente en dos personas»), texto redactado por el obispo Jonás de Orleans y tetomado por él en su tratado De institutione regia, uno de los más antiguos tratados políticos llamados «espejos de los príncipes». Véase Yves Congat, op, cit.

14. Sobre el esquema trifuncional en la Edad Media definido por Georges Dumézil como herencia cultural indoeuropea, véanse en particular Georges Duby, Les Trois Ordres ou l’imaginaire du féodalisme, París, Gaflimard, 1978; Jacques Le Goff, «Les trois fonctions indo-européennes, l’historien et l’Europe féodale», en Annales E.S.C., 1979, y Dominique Iogna-Prat, «Le “baptéme” du schéma des trois ordres fonctionnels. L’apport de l’école d’Auxerre dans la seconde moité du IX siécle», en Annales E.S.C., 1986.

15. Humbert de Moyenmoutier, cardenal de Silva Candida. Adversus Simoniacos (PL, 143, Monumenta Germaniae Historica. Libelli de lite, I). Traducción de André Vauchez, «Les Läics dans l’Église á l’époque féodale» Notre histoire, n’ 32, 1987, retomado en Les Läics au Moyen Âge, París, Cerf, 1987.

16. Victor Martin, Les Origines du gallicanisme, 2 vols., París, Bloud et Gay, 1939, vol. I.

17. Isidoro, Étymologies, XI, 25, PL 82, col. 400.

18. Ibid., XI, 118, PL 82, col. 411.

19. Marie-Christine Pouchelle, op. cit.

20. Jean Barbey, La Fonction royale, essence et légitimité d’aprés les Tractatus de Jean de Terrevermeille, París, Nouvelles éditions latines, 1983.

21. Recordemos los trabajos pioneros de Paul Veyne, Michel Foucault y Aline Rousselle en cuanto a la Antigüedad (Aline Rousselle, Porneia. De la maitrise du corps á la privation sensorielle. II-IV, siècles de l’ére chrétienne, París, PUF, 1983), de Danielle Jacquart y Claude Thomasset en lo referente a la Edad Media (Sexualité et savoir médical au Moyen Age, París, PUF, 1985), y para una legitimación filosófica del cuerpo como medio de pensar el origen del Estado, el hermoso libro de José Gil, Métamorphoses du corps, París, La Différence, 1985. La ilustración de la cubierta, una imagen del siglo XIV que representa al hombre zodíaco, muestra la adaptabilidad del cuerpo humano a la evolución del simbolismo. Ya conocemos el éxito de la astrología y de sus aplicaciones en la política del siglo XIV. Véase Maxime Préaud, Les Astrologues à la fin du Moyen Áge, París, J.-C. Lattés, 1984.

22. Esta concepción la ha puesto en evidencia en particular Yves Barel en La Ville médiévale. Système social, système urbain, Grenoble, Presses universitaires de Grenoble, 1975.

23. El término «corporación», de origen inglés, no se difundió en Francia hasta la época moderna.