Guy Le Gaufey
Hacia el final de su muy rico seminario L’Angoisse, Lacan volvió nuevamente a su objeto (a) y a las determinaciones que permitirían calibrar a ese paradójico objeto del que se sabe que es a la vez ajeno a la unidad parcial, (en un sentido fuerte y nuevo), no especular (no tiene imagen invertida en el espejo), y pulsional en el sentido freudiano (incluso si sobre esta cuestión se olvida demasiado a menudo que este objeto de la pulsión reúne en Lacan propiedades que, en Freud, se refieren unas veces al objeto, otras veces a la fuente). Al criticar, como era su costumbre, una concepción psicológica o desarollista (como la llama entonces), Lacan subraya que ciertos accidentes de ese desarrollo están unidos (conjoints) al efecto de un significante del que, añade, la trascendencia es [desde ese momento] evidente en relación con dicho desarrollo. Prosigue, aparentemente sacudido por esa palabra inesperada: « Trascendencia, ¿y después? No hay de qué asustarnos”
I. ¿Un signifiante trascendente ?
Los mismos animales a veces se confrontan con ello, cuando algún signo que aparece en su Umwelt les advierte que están a punto de ocurrir cosas muy fuera de ese mundo, pero que amenazan fuertemente con penetrar en él y con hacerle estragos. De ahí la angustia, que también ellos conocen. Después Lacan se lanza a un estudio muy ceñido de la función del excremento. Freud, después Jones, después Huxley (Adonis y el alfabeto) son alternativamente convocados, antes de de desembocar en la pregunta: ¿Porqué vía el excremento entra en la subjetividad?, y de abordar entonces la problemática del deseo obsesivo. Es ésta la que trae a cuento la palabra « potencia », en relación directa con el calificativo (demasiado) conocido de « imposible ». La imposibilidad de dar cumplimiento a ese deseo (hecho esencialmente de una ambivalencia muy freudiana) dispara su puesta en potencia, que equivale a su no-actualización. Al retomar algunos datos de un caso aportado por Jones en su artículo Madonna Conception through Ears, Lacan nota la insistencia del ictus, que hay que referir evidentemente a la persona de Cristo, muy presente en las fantasías de dicho paciente. Siguen entonces algunas consideraciones importantes sobre Dios y los Dioses:
En otros términos, un Dios, si es real, da ahí la imagen de su potencia. Su potencia está donde él está.
Solamente que, prosigue, el platonismo llegó, mezclando las exigencias de lo bello y las del cristianismo para forjar esa fantasía del Dios omnipotente, del Dios potente en todos lados al mismo tiempo. Y al llegar ese punto, Lacan hace entrar en juego una de sus invenciones anteriores más decisivas: la separación entre la naturaleza del yo ideal, imagen especular toda uniana, y el ideal del yo, trazo unario fuera de la especularidad.
El ideal del yo, dice entonces, cuando en ese nivel lo que se trata de recubrir es la angustia, toma la forma de la omnipotencia.
Primera interpretación de la operación montada por la obsesión frente al imposible deseo: una tentativa de completar la falta especular añadiéndole, conjuntándo el trazo fuera del espejo. ¿Cómo? ¿Por qué? ¡Misterio! Por el contrario, lo que viene inmediatamente a continuación no deja de sorprender:
De donde resulta -no les citaré aquí más que los pequeños corolarios de lo que se puede extraer de ello- que una cuestión que ha sido sacada a relucir en lo que podría llamar los círculos candentes del análisis, aquellos en donde vive aún el movimiento de una primera inspiración, es a saber si el analista debe o no ser ateo, y si el sujeto, al fin del análisis, puede considerar su análisis como terminado si cree aún en Dios.
Comienza por decir que no zanjará semejante cuestión, después se lanza en una primera formulación del resultado al que él ha llegado:
Tal es, concluye, la verdadera dimensión del ateismo, aquel que habría logrado eliminar la fantasía de lo omnipotente.
Voltaire, con su deísmo, no lo consiguió ; Diderot, al menos a los ojos de Lacan, estaba más en el camino correcto. Y ahí surge la cita con la cual terminaré esta primera sección:
La existencia, pues, del ateo, en el verdadero sentido, no puede concebirse, en efecto, más que al límite de una ascesis de la cual nos parece efectivamente que no puede ser más que una ascesis psicoanalítica, quiero decir del ateísmo concebido como negación de esta dimensión de una presencia, en el fondo del mundo de la omnipotencia.
La omnipotencia no es en Lacan un concepto abismal: desde muy pronto designa la capacidad del Otro (materno) de responder O NO al grito del niño, transformando ese grito en llamado, y sacando consecuentemente al niño de los peligros que su impotencia motriz (entre otras) hace que corra su sobrevivencia. Definida así, es claro que la omnipotencia existe, y constituye el fondo ineliminable de toda demanda, lo que se entiende bastante bien en el hecho de que cada vez que nosotros verdaderamente demandamos algo, la única idea estable que encontramos entonces en nuestras cogitaciones más o menos ansiosas, es que eso nos va a ser rehusado, incluso que nos vamos a topar con un completo silencio. Este temor, que los sueños retoman cuando nuestra atención de vigilia falla, vale como prueba de esta dimensión de la omnipotencia en la puesta en práctica de la subjetividad.
Pero en esta sesión del 19 de junio de 1963, esta omnipotencia se encuentra de alguna manera redefinida después de una muy repentina e imprevista puesta en correlación con la omnivisión, una omnivisión de la cual dice entonces que ella nos señala suficientemente de lo que se trata . Entonces, ¿de qué se trata?
Se trata de algo que se dibuja en el campo más allá del espejismo de la potencia, de esta proyección del sujeto en el campo del ideal, desdoblado entre el alter ego especular, yo ideal, y ese algo más allá que es el ideal del yo.
Hay pues insistencia de parte de Lacan a lo largo de todo ese seminario para reinscribir esta vieja noción de omnipotencia en las nuevas coordenadas ofrecidas por el esquema óptico, y especialmente a continucación de las precisiones aportadas, en Pascuas de 1960 en el momento de la escritura de la Observación sobre el informe de Daniel Lagache, tanto como en el momento de las últimas sesiones del seminario Le transfert… en junio de 1961, cuando el texto de la Observación está publicado en la revista La Psychanalyse. Lacan reintroduce un elemento que modifica bruscamente al conjunto de la metáfora óptica desarrollada desde febrero de 1954, a partir de la experiencia el florero invertido, que situaba a I en el interior de un cierto cono de visibilidad. A partir de entonces, Lacan hace entrar en juego el hecho de que el niño, después de haberse reconocido en la imagen especular, se vuelve y lleva furtivamente su mirada sobre el Otro junto a él, a su lado, en el espacio de tres dimensiones, y ya no en el espacio virtual abierto por la presencia del espejo plano, en donde se encontraba hasta ese momento situado I. He aquí, primero, los comentarios con los que él rodea, en la sesión del 7 de junio de 1961, ese viraje encargado de pillar, en la mirada del Otro furtivamente rozada, esas marcas que a continuación ameritarán ser llamadas Ideal del yo, I.
Esa mirada el Otro, nosostros debemos concebirla como interiorisándose por un signo. Eso basta. Ein einziger Zug. No hay necesidad de todo un campo de organización y de una introyección másiva. Ese punto I mayúscula del trazo único, ese signo del asentimiento del Otro, de la elección de amor sobre la cual el sujeto puede operar, está ahí en alguna parte, y se regula en la continuación del juego del espejo. Basta que sujeto vaya a coincidir ahí en su relación con el Otro para que este pequño signo, este einziger Zug, esté a su disposición.
¿Se trata de un significante? Renovada prudencia de Lacan:
Decir eso no es decir que ese einziger Zug, ese trazo único, esté por lo tanto dado como significante. Para nada. Es muy probable, si nosotros partimos de la dialéctica que yo trato de esbozar ante ustedes, que sea posiblemente un signo. Para decir que es un significante haría falta más. Haría falta que sea ulteriormente utilizado en, o que sea puesto en relación con, una batería significante. Pero lo que está definido por ese einziger Zug, es el carácter puntual a la referencia original con el Otro en la relación narcisista.
Prudencia… y rigor: al ser un significante diferente por definición de cualquier otro, no está permitido hablar, ni siquiera concebir a un significante solo, aislado, sin relación con algún otro. Por lo tanto I mayúscula no es exactamente un significante. Pensándolo bien, no es ni siquiera verdaderamente un signo ; pues sería necesario entonces que tenga un significado, terreno resbaloso en el que Lacan no se mete demasiado. Una primera lectura podría llevar a ver en esa I mayúscula ubicada de esta manera el acmé de la presencia en acto del Otro (mayúsculo, él también, como se sabe), y de paso el término de asentimiento viene a cargar con una problemática terriblemente humana a esas efusiones simbólicas, siempre muy apreciadas entre aquellas y aquellos que tienen una pequeña vertiente espiritualista. En este encuentro fugaz con el Otro en persona, el niño encontraría una especie de bautismo simbólico para lo que hasta entonces no era sino el testimonio de su encierro imaginario y narcisista. Ahora bien, Lacan tiene gran cuidado en terminar de vaciar el asunto de toda intersubjetividad. Última cita:
Para disipar ese espejismo, basta, es menester, se hace todos los días algo que les presenté el otro día como el gesto de la cabeza del niño pequeño que se vira hacia aquel que lo carga. No es necesario tanto, una nada. Un relámpago, pero es demasiado decir, pues un relámpago siempre ha pasado por ser el signo mismo del Padre de los Dioses […] una mosca que vuela, si pasa por ese campo, basta para hacerme ubicarme en otra parte, para arrastrarme fuera del campo de visibilidad del i(a)
Se podrá admirar de paso la suprema degradación modal: de la condición estricta (basta) a la necesidad (es menester) pasando por el factual puro (se hace todos los días). Pero más espléndia aún es la abrupta caída emocional: al tener cuidado de evitar explícitamente al relámpago, demasiado cercano de los Dioses, hábilmente nos ha pasado de las profundidades afectivas del asentimiento concebido como elección de amor del gran Otro en persona a… la mosca inoportuna, la que viene a distraer y a molestar, pero también… ¿por qué no? la mosca de la mierda, la que se queda aplastada en una metonimia altamente pulsional.
¿Debemos ver en esta mosca repentina la encarnanción esperada de una negación de la dimensión de presencia, en el fondo del mundo de la omnipotencia? No es completamente seguro. No es que yo dude en atribuir a ese insecto incierto tan raras virtudes filosofales, pero al relexionar en ello, da pruebas de parte de Lacan de una hermosa pertinencia metafórica. Sólo algunos pescadores inveterados saben aún atrapar las moscas con la mano ; hace falta tiempo, concentración y… mucho oficio. Convengamos pues que, salvo raras excepciones, la mosca se nos escapa. En tanto insecto, ella ofrece ya muy pocas facetas para una identificación sostenida ; sus idas y venidas brutales y caprichozas, con un trazo que no tiene nada de vuelo, la muestran como el objeto de quién sabe qué voliciones. Sólo su obstinación absurda de chocar interminablemente con los vidrios de nuestras ventanas podría, inscribiéndola plenamente en el espacio trágico de la repetición, hacérnosla un poco más cercana, y casi familiar. Pero, en conjunto, ¿qué hay más ajeno al humano en el orden de lo viviente que la mosca? ¿Quién iría a imaginarse en ella al sujeto, sea cual sea la idea que uno por lo demás se haga de esa entidad? Ni siquiera dañina, como el mosquito, la mosca, irreductiblemente una por ser un organismo viviente, prueba ser tan impersonal como el trazo fulgurante depositado por el pintor chino en el breve espacio pictórico en donde él intenta aprehender el paso del instante, la huella de la nada ya borrada en la sombra del pincel que se aleja… Opaca y cerrada, de una sola pieza ella se contenta en su salto con hacer una raya en el espacio de nuestra visión, con hacer aparecer ahí un elemento de extrañeza que, en efecto, revienta la pantalla de una contemplación siempre a punto de encerrarse en su propia quietud. Con ella, con la mosca, que no estaba invitada a esos agapes, he aquí que es necesario cambiar de acomodación, precisar la situación en la que uno se encuentra más allá de en esos reflejos estables de nosotros mismos que imperturbablemente nos encaran. Sí, decididamente, la impertinente mosca inoportuna tiene toda su pertinenecia poética para designar ese punto indivisible, y sin embargo móvil, al cual nosotros enganchamos nuestra mirada antes de que se abisme en la pura contemplación narcisista. Y más aún si se trata de la mosca que acaba de señalar, en el rostro de la mujer hermosa (y como dice Verlaine), el resplandor un poco bobo del ojo.
Pero acerca de la naturaleza misma de esta marca fundadora del Ideal del Yo, Lacan aporta matices no menos decisivos en algunas líneas bastante densas de su Observación…. Una vez que se ha planteado claramente que el niño no vira su cabeza más que después de haberse reconocido en la imagen especular, y de haber producido el signo de ello en lo que Lacan llama entonces la asunción con jubilo, precisa de inmediato la estructura de la presencia de ese Otro evocado aquí como tercero:
No subsiste en ella [en la estructura de esta presencia] sino ese ser cuyo advenimiento no se capta sino por no ser ya más.
¿Qué es por tanto lo que puede entonces resultar de tal viraje, concebido como algo que apenas debe rozar con la mirada a un Otro que no está ahí sino al ya no estar, en el equívoco mismo que Lacan da entonces a entender con el famoso imperfecto de inminencia?:
Estaba allí contiene la misma duplicidad donde se suspende: un instante más y la bomba estallaba, cuando, a falta de contexto, no puede deducirse de ello si el acontecimiento ocurrió o no.
Es en ese momento cuando Lacan va a llevar un paso más lejos un equívoco que todavía es poco estable al permanecer sólo en el plano ontológico del ser y del no ser. Va a nombrar a esas marcas del Ideal del Yo insignias insignias [insignes insignes], utilzando una ambigüedad a la vez gramatical y léxica:
Más bien [el niño] se complacerá en encontrar en él las marcas de respuesta que fueron poderosas a hacer de su grito llamada. Así quedan cirunscritas en la realidad, con el trazo del significante, esas marcas donde se inscribe la omnipotencia de la respuesta. No es en vano si se llama insignes {insignes} a esas realidades. Este término es aquí nominativo. Es la constelación de esas insignias {insignes} la que constiutye para el sujeto el Ideal del Yo.
El adjetivo « insigne » significa indudablemente en la lengua francesa de hoy eminente, famoso, brillante, notable. Ahora bien, Lacan juega con ese sentido casi por preterición cuando declara que usa ese término bajo su forma nominativa, dicho de otra manera, con la signficación de emblema, signo, decoración, medalla, placa, mientras que su frase anterior permite comprenderlo claramente con su valor adjetival. Esas marcas de I mayúscula serán por lo tanto finalmente… insignias insignes. O sea, un muy curioso oxímoron – una rareza en la lengua francesa – que, al repetir un mismo significante, conjunta lo que hay de más eminente con lo que hay de más trivial, produciendo un quiasmo esencial al porte que Lacan trata de conferir a I mayúscula, a ese Ideal del yo, unas veces mosca otras veces Dios, de pronto insigne y casi trascendente, y de pronto insignia, placa, una cosita de nada, pobre emblema residual de un poder que no fue tal más que por haber sabido arrancarse a la omnipotencia que por otra parte le confería su rechazo potencial de responder.
II. Del milagro
Cuando un evento cualquiera contraviene gravemente el orden usual hasta el punto de dejarnos inermes en cuanto a su racionalidad, nos tropezamos con la posibilidad del milagro. Que ella esté radicalmente excluida en el discurso racional y más o menos científico en el cual nosotros evolucionamos, nos desorienta en el tratamiento de la cuestión aquí planteada, y yo quisiera regresar al tiempo casi primero en que esta exclusión fue pronunciada, he señalado el largo siglo XVII.
En su principio, desde 1620, aparecen los primeros libertinos, con el famoso Théophile de Viau, lejano ancestro de Oscar Wilde en eso de que después de algunos años de locuras (más verbales y filosóficas que eróticas en su caso), conoció la prisión, salió de ella pobre y enfermo y murió precozmente. Toda una población abigarrada va a venir, a lo largo del siglo, a engrosar las filas de esos libertinos que no tienen mucho que ver con sus lejanos primos del siglo XVIII, a los que uno imagina muy apurados por ir a coger en sus tocadores Luis XV. El libertino a la manera del siglo XVII no es casi nunca un depravado. Es sólo un epicúreo -frrente a la ola estóica que barre, auxiliada por la Contra-Reforma, con las filas católicas-, bastante a menudo muy preocupado por la racionalidad. Y si critica severamente a la religión, no es para instalarse en el ateísmo: apenas un Cyrano de Bergerac tiene derecho, con muchas precauciones, y casi solo en esta multitud erudita, a la apelación de ateo. Pues la mayor parte son ya francamente deístas, y se complacen en celebrar la existencia de un Dios más allá de la pluralidad de los dioses venerados a la sazón. Pero hay un punto sobre el concuerdan todos: no existen los milagros. Entre la creencia en el milagro y el ejercicio de la razón, forzosamente hay que elegir, mientras que un esceptico de la talla de Montaigne, apenas cincuenta o sesenta años antes, ciertamente no tenía exigencias tan abruptas.
Pascal mismo, sin engañarse, va a encontrar en ese libertino el destinatario exacto de su Apologie de la religion chrétienne, como Alan Badiou lo ha comentado de manera notable en su obra mayor L’être et l’événement:
¿Por qué ese científico abierto, este espíritu tan moderno se aferra tanto a justificar el cristianismo con su parte evidentemente más débil para el dispositivo post-galileano, o sea la doctrina de los milagros? ¿No hay algo loco en elegir como interlocutor privilegiado al libertino nihilista, formado en el atomismo de Gassendi, lector de los diálogos de Lucrecio contra lo sobrenatural, y en intentar convencerlo con un recurso maniaco a la historia de los milagros?
Pascal, defensor de los milagros: esto se entiende mejor por un breve desvío histórico. En efecto, él estuvo implicado directamente y en primera instancia, en un sonoro milagro. Su sobrina, la pequeña Margot, nacida el 6 de abril de 1646, hija de su hermana Gilberte y de su marido Florin Périer, consejero en la Cour des Aides de Clermont, presenta en el ojo izquierdo un bulto que los médicos de Clermont llaman una fístula lagrimal, diagnóstico confirmado por sus colegas parisinos. El mal se declaró a principios del año 1653, y ningún cuidado consigue eliminarlo. En diciembre de ese año, la madre y la hija llegan a vivir a París, con la idea de encontrar ahí asistencia médica más apropiada. El padre se ha quedado en Clermont, y el hermano y tío, Blaise, se pone en acción para conseguir la salud de su sobrina. En vano. En julio de 1955, la situación, lejos de haber mejorado, sólo se ha agravado lentamente, hasta el punto en que los médicos preveen durante el invierno una intervención quirúrgica con fuego, juzgada muy peligrosa para el ojo izquierdo, y quizás mortal. El padre deja saber que no desea que se tome ninguna decisión en ausencia suya.
Llega la semana santa del año 1656. La pequeña Margot ha sido inscrita en una escuela que por supuesto es jansenista, en Port Royal, bajo la dirección de la Madre Marie-des-Anges. Ahora bien, esta última acaba de recibir de un rico parroquiano, cierto Sr. de la Potterie, una reliquia poco común: una esquirla de una espina de la santa Corona. Sin hacer gran ruido al respecto, la Madre superiora decide que la esquirla ricamente engarzada no será expuesta sino hasta la tarde del Viernes Santo, durante la oración de la pasión. Y cuando, como todas sus compañeritas, la pequeña Margot se inclina para besar el relicario, una cierta Hermana Flavie, muy activa aunque inocente en este primer tiempo, la invita a tocar con su ojo enfermo la esquirla de espina crística. Gesto que en ese momento es de una gran banalidad (estamos en un período en el que el Rey de Francia toca regularmente los lamparones de los tuberculosos). Es misma noche, el bulto ha desaparecido. Al principio se hacen esfuerzos para guardar silencio sobre el evento, pero eso sólo sirve para ver crecer el rumor. En las semanas siguientes, los médicos desfilan ante la niña, incluido el médico de la Reina y el primer cirujano del Rey, y todos atestiguan el milagro. Pero ese no es su campo ; en un asunto así, sólo la Iglesia puede pronunciarse.
Las cualidades de hombre de actas del padre de la pequeña harán maravillas ; instruye el suceso con una extrema diligencia, tanto y tan bien que ese milagro operado el 24 de marzo de 1656 se reconoció como tal por la autoridad diocesana el 22 de octubre del mismo año. Ahora bien, el año 1656 es uno de los más candentes en la gresca jesuítas/jansenistas. En el momento del milagro, los parisinos se ensucian aún las manos con la tinta de la quinta provincial, y Pascal ya está en su decimocuarta cuando el milagro queda certificado por la autoridad, siete meses más tarde. Además, después de ese 22 de octubre, los jesuitas ya no pueden permitirse dudar de la realidad del milagro, como lo habrán hecho sin vergüenza a través de múltiples libelos durante el verano. La autoridad diocesana se pronucnió: hubo milagro. ¿Pero para qué fin? ¿Cuál ha sido el objetivo de Dios en la producción de ese milagro, en ese lugar y en ese momento? Seguro es que los jesuitas tienen su propia visión de las cosas:
Dios no hace jamás milagros para autorizar de ninguna manera la herejía, ni para favorecer a los heréticos, y por consecuencia, es menester tener por muy constante y seguro que ni el milagro que se realizó en Port-Royal, ni todos los otros que podrían tener lugar ahí sean en absoluto para aprobar la doctrina condenada de Jansenio… Dios (por lo tanto quiso), al curar los ojos enfermos de una niña, pensionaria de Port-Royal, invitar a los jansenistas a reflexionar sobre su cegera interior, y llevarlos a pedir a Dios que le agradace esclarecer los ojos de sus almas…
Sobre lo cual Pascal ironiza:
¿Qué es más claro? Esta casa es de Dios, pues Él hace en ella extraños milagros.
Los otros: esta casa no es de Dios, pues no se cree en ella que las 5 proposiciones se encuentren en Jansenio. ¿Cuál es el más claro?
Pero, a pesar de su soberbia, él también sabe que al proferir esta cuestión, ni él ni los suyos han salido de un atolladero del cual sólo él, por otra parte, comienza a reconocer el tamaño, como lo atestiguan ciertas cartas a sus amigos los Roannez: la atestación del milagro no nos entrega el sentido de él. Un significante trascendente se ha manifestado, aceptemos de él el augurio puesto que la autoridad concernida se ha pronunciado en ese sentido: ¿pero para decirnos qué cosa? En ese preciso lugar, Pascal introduce una reflexión que me importa.
De entrada, afirma sin la preocupación inmediata de defender su territorio, que es necesario que haya milagros, si no siempre habría certidumbre. En ese caso, los milagros serían inútiles, puesto que ya no habría ninguna razón para creer en ellos. El milagro sólo tiene interés y pertinencia, a los ojos de Pascal, en la medida en que es necesario discernirlo, dicho de otra forma, aprender a leer cuáles son verdaderos en el necesario barullo de los verdaderos y los falsos. Y aquí surge una circularidad fundamental, ineliminable, que Pascal enuncia de diferentes formas:
Regla
Hay que juzgar la doctrina por los milagros, hay que juzgar los milagros por la doctrina. Todo eso es verdadero, pero no se contradice. Porque hace falta distinguir los tiempos… .
O incluso
Milagros. Comienzo.
Los milagros disciernen la doctrina y la doctrina discierne los milagros.
Igualmente, en un equilibrio semejante:
Si la doctrina regula los milagros, los milagros son inútiles para la doctrina.
Si los milagros regulan…
Dejándonos proseguir al idéntico: los milagros regulan la doctrina, la doctrina es inútil para los milagros.Cada uno discierne al otro, y no lo regula en absoluto ; la doctrina permite saber qué milagros son verdaderos, pues un milagro no puede al mismo tiempo sobrevenir y revelarse como tal. Pero una vez que el milagro se ha revelado la doctrina por sí sola no permite en absoluto articular el sentido de aquel. Por lo tanto el milagro se impone como el punto de articulación de la trascendencia para Pascal: manifestación de Dios, sólo puede ser equívoco para una razón humana que no tiene los medios de plantear ella misma la trascendencia, e incluso menos para reconocerla cuando ocurre que ella se manifieste. Eso, por el contrario, sí puede hacerlo la doctrina, al estar apoyada sobre las Escrituras y la Revelación. Ella puede reconocer y discernir el milagro, pero en ningún caso regularlo, dicho de otra manera, articular su sentido. Sólo la fe del creyente le permitirá – ¡tal vez! – pasar de la evidencia de la manifestación aseverada por la doctrina (y por lo tanto por la Iglesia) a la evidencia de un sentido que ya no hay que concebir como un asunto de doctrina. Pascal mismo podrá escribir un poco después, a propósito de los Cristianos en generalEsporque carecen de pruebas que no carecen de sentido. En una perspectiva así, una religión sin milagros no sería más que una religión racional, aquella precisamente de la cual Pascal podía ver la premisas en algunos libertinos entre sus amigos.
De donde el clamor, que se ha hecho célebre: ¡Cómo odio a los que se hacen los escépticos con los milagros! ¿Por qué? Porque ellos no dejan ninguna oportunidad a nuestra capacidad de discernir la manifestacion de la trascendencia en el pulular de los hecho de la naturaleza, y por lo tanto no dejan ninguna oportunidd a la fe como detentadora y dadora del sentido de las manifestaciones divinas. El Dios escondido – que Pascal inventa, querríamos decir, a partir de esta cuestión de una candente actualidad en este año de 1656, sobre el sentido que hay que dar a todo milagro – llega a este lugar: asegurar la trascendencia del significante milagroso, cuando su significado sigue siendo por esencia oscuro a toda razón.
Conclusión
Las insignes insignias del Ideal del Yo y el milagro pascaliano nos permiten adivinar en parte su naturaleza común de bordes, de donde toman su irreductible duplicidad: por un lado, son mundanos, pertenecen a ese mundo en el que se ofrecen en tanto eventos. Pero por otor lado su poder excepcional viene, paradójicamente, del hecho de que presentan, topológicamente hablando, una carencia de vecindad: la cara que está de nuestro lado nos parecerá tanto más poderosa en la medida en que no cualquiera está en condiciones de ir a inspeccionar lo que hay atrás, prohibiendo por ese mismo hecho que se vuelva a cerrar sobre ellos capa protectora habitual del sentido, aquella con la cual nosotros ceñimos comunmente a los objetos y a las significaciones de las que sabemos adueñarnos al identificarnos con ellas con el modelo especular. Se puede querer suprimir brutalmente semejante omnipotencia, un poco como Max Born cuando invitaba a Einstein a dejar de preguntarse qué realidad era la que respondía a las pequeñas letras de la mecánica cuántica. Ignorabimus, había sido ya el clamor de Dubois Rémond al final del siglo pasado, que había generado tanto la expansión de un pensamiento tomista en la física como la respuesta agresivament formal de Hilbert, la cual debía ocasionar el teorema de incompletud de Göedel, que ha sido a su vez doblemente interpretado: verdadero golpe de suerte para cierta forma de pensamiento religioso y místico, filo más cortante para nuevas conquistas lógicas.
Esta negación de la dimensión de una presencia, en el fondo del mundo de a omnipotencia no es por lo tanto un resultado que pueda tenerse por dado, incluso una vez que hubiera sido alcanzado, análisis o no. Tengo por prueba de ello la especie de hegemonía de los juegos y loterías de todo género a las que se precipita una multitud cada vez más grande de jugadores, incluso cuando según el cálculo de las probabilidades, iniciado por el mismo Pascal, su posibilidad de ganar es tan ínfima que convendría no arriesgar en ello ni siquiera el menor céntimo. Solamente que la distancia entre la apuesta y la ganancia es tan enorme que despierta el recuerdo de nuestras viejas aventuras con la omnipotencia, encarada aquí como una casi ausencia de relación racional entre una causa y su efecto. Así jugamos, ciertamente para pegarle al premio mayor, pero también para transformar un grito sin verdadero destinatario en un llamado acuciante. Nuestros Estado modernos adoran así las loterías, no sólo porque ellas les procuran dividendos que tienen un bajo costo político, sino sobre todo porque ellas transforman el salvajismo de un grito de bestia que no comprende nada de nada en una espera notablemente orientada. El verdadero ateismo, como lo llamó Lacan ese 19 de junio de 1963, no se encuentra tampoco bajo cualquier piedra, y nada asegura que constituya un ideal muy envidiable, incluso si su contrario parece repulsivo. Lejos de entibiar los corazones, más bien sigue produciendo escalofríos que corren por la espalda.