Cuando la dictadura dura

Guy Le Gaufey
Hay encuentros. No puedo llamar de otra manera lo que me pasó con el libro de Carl Schmitt La dictature cuando di con él en una librería parisina, huroneando, buscando sin buscar, hojeando los libros, en espera del libro «mágico» que nos volverá, de golpe, agudos y penetrantes. Nunca antes había leído un libro de ese autor. Conocía su nombre sulfuroso, sabía vagamente de sus relaciones con el fascismo de antes de la guerra, y nada más. La sola lectura de la tapa de atrás bastó para que chispease algo: estaba enterándome, en pocas líneas, de que habían existido dos tipos de dictaduras: unas, perfectamente limitadas en el tiempo (duraban seis meses habitualmente en Roma), y otras, más modernas, que nunca se arriesgaban a vaticinar su fin, o peor aún: si acaso lo hacían, no había mucha gente para dar el menor crédito a tales palabras, consideradas de inmediato como meras mentiras, propaganda engañosa, agua de borrajas.
Las dos caras del dictador

La lectura minuciosa del libro de Schmitt me introdujo en un recorrido apasionante de la historia del concepto jurídico de dictadura a través de los siglos, empezando con Roma, donde la cuestión fue planteada con mucha claridad. Desde el inicio de la república, el dictador es un magistrado extraordinario, designado por el cónsul, seguido de un requerimiento del senado, con la misión de llevar a cabo una diligencia peligrosa que no se puede manejar en el senado, a pesar de su legislación minuciosa y precavida de la república. Nombrado por seis meses, el puntilloso dictador se comprometía a restituir su poder extraordinario algunos días antes de este término. Clásicamente, los autores saludaron esta invención de la república romana como un hallazgo decisivo para salvar a la república en tiempos difíciles. Este dictador no pasaba de ser un comisario, aunque, si era necesario, podía ir en contra tanto del cónsul como del senado, a pesar de que fueran ellos quienes le hubiesen comisionado, hasta podía matarlos si les consideraba peligrosos para la república.

Se sabe también que las dictaduras de Cesar o de Scylla no fueron tan idílicas. Y de veras parece que hay en el concepto mismo de dictador una contradicción que no puede no desarollarse: por un lado, él tiene un poder sin contrapartida, y por otro lado tiene que respetar la meta de la tarea que le ha sido confiada. Y el signo tangible que hace la diferencia entre estos dos lados, es la capacidad del dictador para restituir su poder a tiempo, es decir: poner esta meta por encima de su poder.

Al fin del siglo XVI, algunos pensadores de la monarquía absoluta, como el francés Jean Bodin, se apoyaron en este concepto de dictador para establecer mejor el hecho de que el rey absoluto tuviera un poder tal que no estuviese obligado a dar cuenta a nadie (sino a Dios) de sus decisiones. El asunto alcanzó su punto más luminoso con Cromwell, en Inglaterra, a mitad del siglo XVII. Cuando tomó el poder después de su victoria de Naseby (1645), se presentó con toda claridad, como aquel que podía salvar al país de los errores y de las malversaciones de Carlos I. Las ideas más republicanas circulaban en su armada, y se consideraba al pueblo como la fuente de cualquier poder político, sin ninguna precisión acerca de la delicada cuestión de la naturaleza de la representación política que posibilitase determinar la legitimidad del agente efectivo de este poder en acto. Sin embargo, cuando el rey Carlos I fue apresado, juzgado y matado, Cromwell no renunció al poder, y por el contrario, persiguió a los Levellers, que habían escrito un proyecto de constitución muy democrática (The Agreement of the People, 28 october 1648). A partir de allí, fue claro que el dictador-comisario se volvió un dictador-soberano. Cuando, al morir, designó a su hijo para sucederlo, se inscribió así, sin ningún error, en la lógica de esta dictadura-soberana.

Entonces tenemos que diferenciar bien, entre el comisario al que le han sido dados todos lo poderes, y el soberano que, más allá de estos poderes, tiene otra relación con la legitimidad. Digamos por el momento que el comisario tiene, por definición, una misión determinada, por fuera y encima de él, mientras que el soberano se confunde mucho más con su misión (ya que él posee también una misión). Esto no es suficiente para establecer una diferencia clave en este punto crucial que no se puede sobrepasar sin trapichear con la legitimidad.

Poder y legitimidad

Muy a menudo, entendemos todo esto demasiado rápido como si siempre se tratase de un trapicheo, en gran parte a causa del hecho de que en la historia abundan comisarios que se atribuyeron por sí mismos la legitimidad, y también a causa de nuestros prejuicios acerca del poder, como se puede oir de inmediato en frases como ésta: «El poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente». Uno de los mejores ejemplos de tal franqueamiento es el de Napoleon, cuando se hizo coronar emperador el 2 de diciembre 1804, y que al recibir la diadema, la tomó –ante la sorpresa general- de las manos del Papa para ponérsela, por sí mismo, en la cima de su cabeza. Como ocurrió tantas veces en la historia de Francia, un problema jurídico se arregló a través de la etiqueta. También es verdad que, algunos meses antes, un decreto del senado, seguido por un plebiscito popular, le habían nombrado «consul à vie», lo que ya situaba la cuestión de la legitimidad de otra manera.

Dentro de su brutalidad formal, este gesto de Napoleon puede engañarnos si leemos allí el ardid de un arribista sin ningún escrúpulo, algo similar a la equivocación de los que se precipitan a entender la famosa fórmula de Lacan –«el analista no se autoriza más que por él mismo»– como una promoción, una pura inflación del yo. Igualmente, no debemos reducir el gesto de Napoleon a una hinchazón narcisista. Actuando de manera muy calculada, Napoleon no se las arreglaba tan mal con la legitimidad, puesto que nadie podía imaginar, en aquella época, una separación del Estado y de la Iglesia (tal como se produjo en Francia un siglo más tarde), y luego Napoleon tampoco podía recibir humildemente su nuevo poder como un don del Papa, ya que se lo debía en primer lugar al pueblo francés, primera fuente de legitimidad desde el cambio radical que introdujo la Revolución.

Estos dos casos no son iguales, pero plantean con bastante nitidez el problema de las relaciones entre el poder absoluto (que puede muy bien ser el de un comisario) y la legitimidad (que siempre supone toda una teoría para tener consistencia). El interés de la dictadura de la forma en que la estudia Schmitt es poner en relieve tan claramente como sea posible poder y legitimidad.

A cada uno le gustaría distinguir y separar estas dos cosas tan oscuras, tan impactantes como las del poder y de la legitimidad, y decir: esto es una cuestión de poder, esta otra de legitimidad. Siempre nos parece que la legitimidad puede otorgar un poder, aún si es absoluto como el del dictador-comisario, mientras que no podemos aceptar un poder que se atribuya para sí mismo, cualquier legitimidad.

Lo decisivo se localiza en la dimensión temporal. Podemos afirmarlo desde los estudios de Emil Kantorowicz que demostró, en su obra capital Los dos cuerpos del Rey, y también en otros artículos brillantes, que la línea de fractura entre estos dos cuerpos era esencialmente la de la muerte, de la ruptura introducida por la muerte individual en la consistencia del funcionamiento de una Dignidad. El Rey-hombre muere (y también puede volverse loco, o enfermo, o ser un niño), mientras que él de la Dignidad real nunca muere, siempre es jurídicamente mayor, y no puede volverse loco ni enfermo. Eran necesarios dos cuerpos, sin que se pudiera decir mucho a propósito de sus relaciones.

Del lado del análisis

A partir de estos breves datos teológico-político-históricos, querría volverme, casi brutalmente, hacia el laboratorio analítico, es decir la cura en su espacio transferencial dentro del cual surgen, bajo una forma a menudo muy minimalista, estructuras y eventos que tienen otros valores fuera del cuadro analítico.

Análisis terminable e interminable: este título bastante conocido, que trazaron las manos de Freud dos años antes de morir, produjo tantos comentarios, que parece difícil retornar sobre este tema tan manoseado. No obstante, Freud desarolla en su texto una vacilación, una ambigüedad que se trasluce perfectamente en el título mismo, y que toca al corazón de nuestro asunto: al mismo tiempo, el análisis es algo terminable e interminable. No hay nada que eligir entre estas dos eventualidades; tan contradictorias como puedan presentarse, es preciso sostener las dos conjuntamente:

terminable: «No tengo el propósito de aseverar que el análisis como tal sea un trabajo sin conclusión (ohne Abschluß)»;

interminable: «Todo analista debería hacerse de nuevo objeto de análisis periodicamente, quizá cada cinco años, sin avergonzarse por dar ese paso».

Por un lado, Freud se opone a Ferenczi en las últimas páginas de su texto, a su exigencia de que cada paciente haya superado ora el penisneid, ora la rebelión contra la posición pasiva. Freud considera a tal exigencia como «particularmente ambiciosa» – que es tanto como decir, en ese contexto, «imposible».

A partir de esa dificultad tal como la planteó Freud a fines de su vida, la ortodoxia freudiana ha sostenido, en su mayor parte, que el análisis es un proceso sin fin que se termina cuando se termina. El analista francés (y ex-presidente de la IPA) Serge Lebovici había resumido ello en una fórmula lacónica: «No hay fin de análisis; hay sólo tratamientos que se terminan» (Il n’y a pas de fin d‘analyse ; il y a seulement des analyses qui se terminent).

Ahora bien, este punto constituye algo crucial en la historia del análisis, como todo lo que alcanza a la consistencia de un saber y de una práctica. Cuando Lacan, en su Proposición de 1967 sobre el pase, lanzó la idea de que la transferencia, que está al inicio del análisis, pudiera (no debiera) encontrar su fin en el desarrollo mismo del análisis, intervenía como para anunciar la buena noticia: sí, hay un fin específico de la transferencia. Con las palabras mágicas de «sujeto» y «deseo», la hipótesis de un tal fin fue durante muchos años, por lo menos una contraseña típica de los lacanianos quienes, entre ellos, se mofaban de la frase de Lebovici como de alguien que no se había enterado de la buena noticia.

De hecho, hoy en día, la cuestión parece más compleja, y no se trata tanto de oponer los partidarios de un análisis con fin a los de un análisis sin fin, sino de entender mejor lo que ordena la aparente oposición. La primera precaución consiste en no considerarla como una mera cuestión de práctica, como lo sugiere la frase de Lebovici. Fuera del hecho de que un análisis se termina, algún día, de una u otra manera, se revela enigmático que para Freud mismo en primer lugar, no se pudiera tomar un partido claro y definitivo. ¿Por qué?

Como puede fácilmente suponerse, esto toca a la transferencia. Este término clave del análisis tiene su propia historia, que hoy quiero resumir más que brevemente. En un primer tiempo, Freud habla de «Übertragung» para designar la relación entre un elemento de un sueño y el resto diurno que, a veces, proviene de él : algo sin gran importancia -sino que tiene lo muy frecuentemente un rasgo simbólico apropiado- se encarga de algo viniendo de otra parte, que se refugia y se esconde en este resto diurno. En aquel entonces, Freud hablaba de «las transferencias». Sin embargo cuando tuvo que dar cuenta de la postura afectiva del paciente hacia él, utilizó la misma palabra, reduciéndose a un fuerte resto diurno: algo que sirve para soportar lo que no puede abrirse camino por sí mismo a causa de la censura.

Al volver a pasar por allí sesenta años más tarde, Lacan intentó nombrar de otra manera esa misma dificultad, inventando la expresión de sujeto-supuesto-saber para designar este artefacto de la transferencia al cual el analista se presta sin reducirse por entero. Y allí encontramos de nuevo una extraña pareja, la que existe entre el analista y este sujeto-supuesto-saber, acerca de la que Lacan nos trae una de estas pequeñas precisiones a partir de las cuales, se aclaran muchas cosas. En su Propuesta de octubre 1967, dice a propósito del sujeto-supuesto-saber que es «una formación, no de artificio, sino de veta». Supone en el paciente una tal «veta» que produce esta extraña creencia: lo que no se sabe, lo que se escapa, no está perdido para todos. En un cierto lugar que no es exactamente el análisis y tampoco el analista, en una especie de mezcolanza entre ambos que naturalmente incluye la relación del analista al análisis, se sostendría algo en que se reúne lo consciente y lo inconsciente, lo conocido y lo desconocido, el ser y el no ser, todo lo que da su consistencia tan especial al deseo. Obviamente, este sujeto-supuesto-saber, no es alguien, y tampoco es nadie. La casi prueba de su existencia, el analista la otorga silenciosamente por su método clavado en la repetición, con esto gusto de eternidad que siempre se impone con ello, sin que no obstante nunca todo esto se vaya más allá de una suposición, como su nombre le indica bien.

El otro punto en que se pierden los caminos que pudieran conducir a una solución clara sobre la cuestión del fin, es el de la meta. Si el análisis pudiera reducirse claramente en una psicoterapia, entonces, por más difícil que sea esclarecer lo que es la salud mental o el bienestar, por lo menos tendríamos la impresión de poder llevar a cabo una tarea definida. Pero aquella perspectiva se desvaneció también desde los primeros pasos del análisis, cuando Freud abandonó a su «neurótica» y, al desalojar la idea de una etiología de la histeria, perdió al mismo tiempo la perspectiva de una erradicación de la causa etiológica, es decir la perspectiva de una curación pura y sencilla. Después, no se pueden contar los innumerables esfuerzos para hacer volver el análisis en el camino de esta tarea con fin que se llama psicoterapia, siempre justificados por la extrema proximidad de las técnicas empleadas. Y siempre los analistas –tanto freudianos ortodoxos como lacanianos heréticos– estuvieron obligados a hacer de nuevo el camino de Freud, rechazando repetitivamente la reducción del análisis a una terapéutica. No sin que quede en juego una indudable ambigüedad, la que perseguimos desde nuestros primeros pasos con la dictadura con fin o sin fin, en la medida en que tampoco se trata para el análisis de cortar el contacto con esa dimensión terapéutica.

Un signo sin más ambigüedad

¡Cuántas complicaciones! Pero si la circunferencia del problema empieza a parecernos nebulosa, su centro se ubica ahora bastante bien en la vacilación misma del poder y de su contradicción interna, que encontramos al inicio de nuestro recorrido: por un lado tiene una meta, tan indiscutible como la de nuestros modernos Estados-de-derecho (como se dice hoy), y en ese sentido, el poder no puede ir en contra de tal meta sin perder su legitimidad — Uds. saben mejor que yo hasta qué punto esto puede ser verdadero y trágico. Por otro lado, esta regulación interna del poder supone, y más aún implica, que nada constriña a este poder, que el encuentra su propio límite por sí mismo. De no ser así, lo que constreñiría tan decisivamente al poder sería más potente que él, y nuestro problema se habría desplazado de golpe, un paso al costado, de suerte tal que no produciría mayor interés.

Idénticamente, cuando la justicia y la ley eran propiedad íntima del Rey, este Rey tenía al mismo tiempo el doble deber de distribuir la justicia, y de someterse también a ella. Razón por la cual, en aquel entonces, uno decía que el rey tenía la ley «en su pecho» o «en su corazón » (ya que, en la Edad Media, estilísticamente, el pecho valía tanto como el corazón, y aún un poquito más).

Por fin, dentro del gran esfuerzo que he hecho para hacerles perder un poco los estribos, en relación a los saberes bien establecidos universitariamente, mezclando dimensiones totalmente heterogéneas para circunscribir mejor un problema que, más allá de las teorías jurídicas o analíticas, me parece formal esencialmente, intentaré ahora aclarar un poco, el asunto tan complejo y tan desesperante de la prueba de amor.

Aquí, podemos ir al grano, en la medida en que cada uno de nosotros está al tanto de eso: una prueba de amor nunca se puede pedir. Pedirla, es matarla, es cortarla de raíz, porque si viene sólo a causa del hecho de que fue pedida… ¿Qué valdría? Seguramente nada, porque lo más verosímil sería si surgiera como una simple manera de deshacerse de una presión incómoda. Entonces, ¿Hay que repetirla indefinidamente? Por supuesto que no, ¡Sería peor! Aquí empieza el tormento: ¿cómo hacer estrictamente nada, ni siquiera levantar un párpado, a fines de que este prueba se produzca sin otra causa que el deseo que la anima? Ese deseo del cual esperamos un signo convincente, un signo verdadero, un signo sin ambigüedad.

Nuestra cuestión gira alrededor del pasaje de lo íntimo a lo público: lo que conduce al dictador-comisario a devolver su todo-poder, su omnipotencia, no es para nada un contra-poder (jurídicamente hablando, no políticamente, por supuesto). Es algo que podemos llamar su virtud, su honestidad, su sentimiento republicano, o como nos gustara, sin que el misterio de tal decisión se aclare mucho. Hemos llegado a un punto en el que el cambio de registro es tal, que se produce una ruptura en la racionalidad.

De la misma manera, en tanto que el fin del análisis se concibe como una condición del pasaje al analista, se repite el mismo misterio: ninguna serie de condiciones, exigencias, saberes o diplomas, bastará para que alguien se autorice como analista en el momento preciso en que este mismo alguien sabe bastante bien una sola cosa: que ya no es analista. Quizá se lo volverá, por la gracia de un paciente y de su transferencia, pero mientras esto no ocurre, hay sólo que franquear el paso sin la menor garantía.

Sobre este pivote, se construyen los ideales éticos. Nos gustaría que en este cruce de caminos donde parece tan fácil perderse, se encontrase un cielo despejado en el cual se lucieran algunas estrellas grandes con las que pudiéramos ordenar nuestros pasos. ¿Cómo no? Pero la decisión no se toma en ningún cielo, y tenemos que examinar la cuestión un poco a ciegas, sin poder levantar la cabeza.

¿Qué es, entonces, lo que se puede esperar y no se puede pedir? ¿Cuál es este pájaro que hace o no primavera? Por supuesto, no me olvido que se debe atacar a una dictadura innoble y hacerla desaparecer. Uno puede también postergar indefinidamente su advenir analista y, también se puede dar la espalda al amor sin reciprocidad. En tal paso, actuar e inhibir son esenciales. Pero lo que les propongo por el momento es adelantar sólo muy lentamente nuestras reflexiones acerca de la relación entre potencia y legitimidad.

Lo poco que nos enseña posiblemente aquí la experiencia analítica con su puesta en juego de la transferencia toca a la muy especial consistencia de lo que llamamos, siguiendo la atinada invención terminológica de Lacan, el sujeto-supuesto-saber. Este ser de ficción presenta una calidad de existencia muy extraña, que se deja resumir bien en la palabra «suposición»: tan decisiva como pueda ser una suposición, una apuesta, muy a menudo no se necesita que se revele algo efectivo.

Una pizca de lógica

Tenemos que recordar que existen, desde un punto de vista lógico, dos tipos de hipótesis: las que Newton consideraba las únicas válidas en su física, que van a advenir puros hechos que conducirán a otras hipótesis, algún día. Y las otras, que Newton mismo condenaba en la figura de Descartes, que nunca se volveran hechos porque son meras ideas, y nada más. Este es el gran debate entre «razón» y «causa». Una «causa», en el sentido newtoniano, puede estar fuera del alcance cuando se pone en juego, pero debe revelarse, tarde o temprano, algo efectivo, que nos incita a proseguir la búsqueda río arriba, remontando de causa en causa. Así progresa el saber hipotético-deductivo.

Una «razón» no crea por sí misma tales necesidades. En cierto momento de sus «Reglas para la dirección del espríritu», Descartes se permite escribir al cmilenzo de uno de sus capítulos : «aunque ahora haré algunas hipótesis que me parecen falsas.» ¿Qué le posibilita andar de esa manera tan provocadora? Su conocimiento de la tabla de verdad de la implicación material: el sabía que lo único prohibido para asegurar la consistencia clave de la implicación lógica es que lo verdadero pueda implicar lo falso. Si acontece tal cosa, tal implicación no vale. No obstante es perfectamente concebible, no sólo que la verdad implique la verdad, la falsedad la falsedad, sino también que la falsedad implique la verdad. En tal caso, la implicación es correcta. Tan absurda como les pueda parecer, la siguiente implicación: “si hoy es martes, entonces les hablo en castellano”, es una implicación correcta. Por el contrario, cuando queremos negar una proposición irónicamente, podemos decir (por ejemplo): “si ese es analista, entonces yo soy el Papa”. En ese caso, sin reflexionar más, nos apoyamos en la misma tabla lógica y nuestro común rechazo de que lo verdadero pueda implicar lo falso. Lo falso puede únicamente proceder de lo falso. Pero la condición de la verdad es mucho más ambigua: puede, sin ningún problema lógico, proceder tanto de lo falso como de lo verdadero.

A partir de esto, que habrá constituido nuestra cúspide, podemos descender hacia la cuestión de la prueba de amor, de la transferencia y aún a la de la dictadura. En cada uno de nuestros ejemplos, el desequilibrio de la pareja de términos se arreglaba sobre la oposición subyacente: simbólico/real. En cada ejemplo, hay un término que se presenta como un dato bastante bien circunscripto en la realidad: el poder extraordinario del comisario; cada sesión de un análisis; el signo de amor que se ofrece por sí mismo. El otro término, él, tiene cada vez un aspecto mucho más abstracto: la soberanía, la legitimidad, el análisis sin fin, un signo sin ambigüedad.

La imposible partición

De tal modo que nuestra cuestión de partida se fundamenta en la esperanza de un clivaje claro y nítido, según el cual se podría siempre distinguir entre un elemento simbólico y un elemento de la realidad, tan simplemente como lo hacemos cuando no nos confundimos con un número y el signo que lo representa. O cuando no nos confundimos con una pipa y el cuadro donde se ve esa pipa con la mención «esto no es una pipa» (más difícil, eso).

Tampoco estoy contándoles el cuento de la buena pipa. Voy más bien a acabar mi exposición sobre este punto que constituye el centro de mi trabajo personal desde hace años, aún si es de una manera elíptica: esta separación y distinción entre simbólico y real se apoya sobre una ontología que, por más clásica y práctica que sea en nuestra vida cotidiana, nos trae más problemas que soluciones en la progresión de la mayor parte de los saberes activos de hoy.

El saber y la práctica freudianos sirvieron, sin embargo, como reveladores para destacar progresivamente la inadecuación de esta ontología que acordaba, con generosidad o parsimonia, según las diferentes escuelas, tanto ser a las causas, y tan poco a las razones, al punto de que términos tan claves como «inconsciente» o «deseo» no se podían ubicar bien, sin desarollar una casi extravagante teología de la falta.

Lacan, por su parte, insistió fuertamente sobre esto, en primer lugar en contra de los freudianos de su época, quienes estaban encajando ingenuamente este saber freudiano en las coordenadas de la ontología de siempre, reduciéndolo ora en una psicología desoladora, ora en una terapia tan dudosa como las otras.

En este combate, los analistas no están tan solos como se lo imaginan a menudo. Una nueva racionalidad está en marcha desde hace años, que núnca suplantará a la clásica, que no podemos pasar por alto, sino que se agrega conflictivamente a la clásica — ni más ni menos como la racionalidad cuántica ha perturbado, en el mejor sentido de la palabra, una física clásica siempre válida, por lo tanto que está reducida a su campo de pertinencia, y nada más.

Todo esto supone una re-consideración de la naturaleza del signo. Algo que no puedo imaginarme atacar aquí y ahora. Tan sólo espero que haya hecho vacilar un poco su convicción en la claridad de una partición que hubiera posibilidado establecer en plena luz lo que, a mi opinión, se reduce a un combate cotidiano a ciegas: cuando una dictadura dura, sea la del poder político, sea (más turbia ésta) la de la racionalidad misma, estamos agarrados en nuestra propia incertidumbre acerca de nuestro grado de realidad, sin poder defendernos bien. Como lo escribía el escritor y polemista francés Benjamin Constant: «No estoy absolutamente seguro de que yo sea un ser totalmente real» (Je ne suis pas absolument sûr d’être un être tout à fait réel). Lo real resulta también una elección — no sólo un estado.