El analista confrontado con la legitimidad estatal

Guy Le Gaufey
Hay muchas maneras de entrar a esta cuestión: hasta ahora, ha sido principalmente presentada como un asunto legal, especialmente en vista de las nuevas leyes que se están haciendo en Bruselas en estos días. ¿Es cierto que una especie de status europeo del psicoanalista está pronto a caer sobre nosotros? ¿Iremos a pagar impuestos como psicoanalistas? ( y si es así, basándose en qué?) ¿No necesitamos, nosotros, ser protegidos contra todo eso? etc., etc. No quiero decir que estas cuestiones sean inútiles y fuera de lugar, pero si sé que necesitan algo más de luz para obtener una respuesta válida. En mi opinión, todos ellos parten del mismo y único error: ellos, pura y simplemente, identifican al analista como un ciudadano, sin prestar ninguna atención al hecho de que una identificación tal está sustentada en malas bases y que es incorrecto pasar de una de estas calidades a la otra sin dar cuenta de la brecha que existe entre ellas. Hay un síntoma obvio de tal brecha, al menos para los analistas franceses: cualquier escuela, grupo o asociación a la que pertenezcan, no tienen ningún diploma que los califique como psicoanalistas, lo que claramente significa que la autoridad estatal no los reconoce como eso. No estoy tratando de aseverar que todos ellos estén contentos con esta situación: pero debemos advertir, como punto de partida, que numerosas generaciones de psicoanalistas han tenido cuidado de no obtener tales diplomas. Por qué?

Aquí, podría alinear muchos hechos, o podría usar hechos alegados, para describir cuáles han sido las relaciones entre los analistas y la autoridad estatal en Francia, o podría tratar de hacer comentarios una vez más sobre el Psicoanálisis Profano de Freud. Pero estaré satisfecho con sólo hacer notar las bases evidentes de esta muy especial relación entre los analistas y la autoridad estatal. Por un lado, el Estado no ha estado nunca demasiado preocupado por tan poca gente, y no ha tenido nunca la menor iniciativa para hacerlo. Por otro lado, aunque algunos analistas han tratado repetidamente de reclamar por el establecimiento de una relación especial entre el Estado y los profesionales, han fallado, no por causa del Estado, sino principalmente a causa de que han fracasado en ser representativos de los analistas en general- y el Estado es incapaz de tratar con gente que no es representativa. Este es el punto, y podríamos cometer un serio error si sólo pensáramos que un fracaso como éste ocurre porque los analistas franceses están todavía (y cada vez más y más) divididos en grupos, asociaciones, escuelas y equipos de toda clase. Esta forma de verlo podría ser sólo el árbol que nos ocultara el bosque al que tenemos que entrar. La imposibilidad para unificar a los analistas tiene raíces profundas, y no debe ser atribuída sólo a los caprichos de sus diferentes membresías. Después de todo, por qué no podrían ellos haber construído, a lo largo de estos años, una especie de confederación que reuniera juntos sus numerosos, diferentes y específicos grupos, como lo han hecho los médicos? Habría llevado tiempo, por supuesto, pero no es una meta tan imposible. Debo reconocer que todavía hoy en día alguna gente alimenta esperanzas de alcanzar ese objetivo, considerando que es sólo una cuestión de tiempo.

Yo claramente no pienso de esta manera, y aunque no estoy tan seguro de estar en lo correcto, quisiera mostrarles a ustedes que, como es para nosotros, no hay relación entre el hombre y la mujer, haríamos mejor en pensar que no hay ninguna relación entre aquel que distribuye la legitimidad a todos actualmente – ésto es el Estado – y aquel que es pagado por saber de qué nada de legitimidad está compuesto – quiero decir el analista. La brecha entre ellos debe ser esencialmente referida a esta cuestión de la legitimidad, y en lugar de preguntar ciegamente por cosas de esta estofa al Gran Distribuidor de ella, haríamos mejor en prestar atención a la historia.

Cómo fue que el estado moderno se volvió la única fuente de legitimidad? Para responder a esta pregunta, debemos ir mucho más atrás de la Revolución Francesa, desde esas fechas el estado moderno ha heredado toda la legitimidad que el antiguo reino fue tan exitoso en establecer. Pero antes de esto, hubo un tiempo en el que tal legitimidad no estaba tan afianzada. Para decirlo brevemente, llamémosle la Edad Media, con sólo una pregunta al respecto: qué pasaba cuando el Rey moría sin heredero o heredera? O, para decirlo de otra forma, cómo se las arreglaba la gente de esa época cuando había una ruptura entre dos dinastías diferentes? Cuando una nueva dinastía se estaba haciendo cargo del reino, qué clase de explicación podía el nuevo Rey darles a sus súbditos y a sí mismo? Qué clase de legitimidad estaba él reclamando entonces?

Es solamente con esta clase de pregunta que tenemos alguna posibilidad de entender la relación tan especial que debemos respetar entre el analista y la autoridad estatal. De hecho, nosotros ya sabemos que para entender la naturaleza de la relación padre-hijo, necesitamos saber cómo éste padre devino tal, ésto es: cómo se las arregló con su propia niñez. Es exactamente lo mismo con la autoridad estatal: debemos saber al menos los rasgos principales del proceso por el cual esta aparentemente ilimitada legitimidad sobrevino. Entonces: cómo daba cuenta el nuevo Rey de sus derechos a disfrutar y poseer la corona? Sólo por la fuerza, lo que fue tan necesario para conseguir el trabajo, claramente no era suficiente para justificar su derecho a permanecer en el cargo como el legítimo rey. Por eso para nosotros la verdadera cuestión es sobre la estructura de la legitimidad; si nosotros sólo nos preguntamos sobre cómo un analista puede ser legitimado por una legitimidad ya dada – como la del estado- podríamos perder el punto de esta cuestión y, por lo tanto, nos enredaríamos en una cantidad de dificultades innecesarias.

El problema de esta estructura puede ser puesto en una forma matemática: dada una continuidad – la que en este caso será llamada el Reino o la Corona – cómo arreglárselas para adaptarla a la inevitable discontinuidad de los reyes a cargo de esta corona? Porque, a pesar de sus sentimientos más íntimos y de sus prácticas cotidianas, estos reyes claramente no eran los dueños del reino y, consecuentemente, ellos no podían manejarlo como a una propiedad.

En ese remoto pasado, ellos sí tenían su propio, personal y real estado como Señores Feudales, pero como reyes, tenían que respetar las propiedades de los otros Señores. Entonces, qué clase de relación legal debían ellos mantener con este reino al que tenían, además, que proteger y que luchar por él? Por siglos la respuesta no fue tan facil de encontrar, y la solución vino lentamente a través de la estructura de la Iglesia (que tuvo que resolver la misma clase de problema para sí misma) y mediante el paciente trabajo de los juristas medievales ingleses.

En sus detalles, esta respuesta es verdaderamente intrincada; pero desde la distancia, se parece al huevo de Colón al aseverar que hay sólo un rey para un reino, a pesar de la discontinuidad de todos los reyes, y aún a pesar de la discontinuidad de las dinastías mismas.

Cómo hicieron estos juristas para obtener un resultado como éste? dado que ellos eran hombres muy racionales (al menos no menos que nosotros)? Los juristas romanos habían ya inventado por sus propios medios la noción de ‘Corporación’, la que significaba la facultad legal de reunir junta una pluralidad (de seres humanos, de casas, de bienes, y demás) dentro de la unidad de una sola persona ‘moral’. Por ejemplo, durante la Edad Media una cantidad de ciudades ganaron su independencia de sus señores feudales transformándose en corporaciones: en esa situación, a despecho de la sucesión de la gente de la ciudad y en general de los cambios en ella, permanecía la misma a través de todas estas alteraciones, gracias a esta nueva especie de nominación legal. Cada ser humano, cada pedazo de esta ciudad, ya no pertenecía más al Señor, pertenecía a esta nueva unidad dada por la Corporación. La corporación fue una especie de solución para mantener la unidad a través de la discontinuidad, y pudo funcionar así a causa de que la verdaderamente crucial relación de pertenencia a- fue mantenida por la creación de un nuevo destinatario. Los juristas medievales ingleses fueron aún más lejos extendiendo esta noción de corporación como reunión de una pluraridad a una noción de corporación que incluía solamente una persona al mismo tiempo: la corporación unitaria, como inmediatamente la llamaron.

Y por qué tal rareza? Exactamente para alinear los reyes de una corona dentro de la misma corporación, para asegurarse que cada rey pertenecía a la misma y única ‘Corporación’, sin importar a qué dinastía, familia, religión, etc., estaba él perteneciendo al mismo tiempo. Ellos habían creado así un nuevo y estupendo destinatario: el cuerpo de una corporación tal que siempre tenía solo un miembro. De este modo, si alguien devenía rey – cualesquiera fueran los medios empleados para lograrlo – él inmediatamente pertenecía a esta corporación, después del rey anterior y antes del próximo. La única necesidad imperiosa era la de la absoluta imposibilidad de tener dos reyes al mismo tiempo, aún por unos pocos minutos. Si no, el sistema íntegro se derrumbaba. Un rey no podía jamás encontrarse con otro rey del mismo reino. En nuestros días esto parece muy sencillo y natural, pero de hecho era bastante complicado manejarlo durante el entierro de un rey. El nuevo no podía encontrar al anterior hasta que éste estuviera oficialmente privado de todas sus atributos reales y finalmente enterrado como un hombre particular -no público- . Esto podía tardar meses.

Pero aún con tal corporación unitaria, la cuestión de la legitimidad continuaba en peligro. Cómo distinguir, en tiempos difíciles, entre un candidato en regla al trono y un exitoso pretendiente? Quién se hacía cargo de reconocer al correcto y, de acuerdo a ésto, darle a él nueva legitimidad? La Nación? Pero ella aún no existía como tal. La Iglesia? Por supuesto, su aprobación era absolutamente necesaria desde que el Rey debía ser un representante de Cristo, pero debemos tener en cuenta que esta aprobación no era suficiente. Entonces, los Señores? Ciertamente no: ellos eran, muy frecuentemente, pretendientes también. Y aún si este panorama que les doy es apenas un esbozo, el punto es que no había ninguna persona, ningún cuerpo, ningún árbitro para hacer de puente entre la antigua legitimidad y la nueva. No había ningún procedimiento para un salto tal, y nosotros ya podemos darnos cuenta de que esta es una situación que todo aquel que espera volverse pronto un analista, conoce muy bien: cúan imposible parece de cruzar esta brecha de legitimidad desde que está claro que no hay procedimientos que pudieran mostrar la vía para llegar a ser aquello que todavía no eres.

Esto significaba, al menos para los reyes medievales, que ésta era obviamente una cuestión de hecho: el pretendiente, quienquiera que fuera, debía ser reconocido por una cantidad de grupos y personas, incluída la Cabeza de la Iglesia, el Papa mismo, pero una vez que pertenecía a la corporación unitaria Real, él estaba definitivamente legitimado. Después de ésto, él podía dejar a esta legitimidad caer desde él sobre cualquiera que él eligiera, desde que él se había transformado en la verdadera fuente de legitimidad, como el estado moderno en nuestros días. Una vez que este hombre pertenecía a esta corporación unitaria, la Corona, el Reino (los cuales eran, obviamente, una pluralidad de cosas y seres humanos) estaban reunidos otra vez juntos bajo la autoridad de una única persona. La Corona, el Reino, podían entonces volverse hacia este hombre y pertenecerle a él -tan transitoriamente como él estuviera sobre esta tierra- porque este hombre pertenecía a la corporación unitaria de los reyes. A pesar de la multiplicidad de reyes, la unidad de este destinatario era así protegida, y este eslabón entre la legitimidad y la producción de una unidad es nuestro punto decisivo.

Pero en principio, es revelador que una tal corporación unitaria no pretende darle a nadie ningún indicio sobre quien podría ser el mejor candidato para llenarla. No da ninguna definición de qué Rey es, debe ser o se espera que sea. Ella estrictamente evita decir nada sobre todo este lío. Ella sólo asevera que hay nada más que una persona que puede estar a cargo de la Corona a la vez, con una extraña consecuencia: el Rey tiene obviamente dos cuerpos. Primero, el suyo propio como persona, aquel con el que ha nacido, el que morirá un día, el que puede estar loco o enfermo, y el cuerpo de Rey, el destinatario al cual él mismo pertenece y el cual nunca ha nacido, nunca morirá y no puede de ninguna manera estar loco o enfermo. Este último es, propiamente hablando, el cuerpo de la corporación unitaria misma, por lo tanto el lugar de una absoluta legitimidad, la cual, como la Razón Pura kantiana, no tiene principio ni fin, y no se puede deteriorar.

Muchas de las obras de Shakespeare muestran maravillosamente qué tan trágico puede ser para un ser humano soportar semejante escisión, ocupar el lugar de un ser más grande que él, hasta el punto de que él debe ser identificado con ese lugar. Pero, por el momento, los invito a considerar este extraño cuerpo de la corporación unitaria como la verdadera fuente de la legitimidad del estado en nuestros días. Por lo tanto, preguntarse por cualquier clase de legitimidad es lo mismo que preguntarse por la pertenencia a este cuerpo como una de sus partes, como claramente lo es un ciudadano. Es por ésto que dije primero que, si el analista es también un ciudadano, ello no nos permite igualarlos a los dos. Desde su nacimiento, un ciudadano es nombrado, registrado y reconocido como parte de este cuerpo, y hasta su muerte está permanentemente encadenado por una cantidad de derechos y deberes hacia este cuerpo. Por qué no sería lo mismo para un analista?

Miremos más de cerca esta corporación unitaria, porque yo pienso que esta clase de corporación -con esta extraña idea de dos cuerpos para una sola persona- es válida no sólo para los reyes medievales, sino asimismo para los analistas, al menos hasta donde tratamos de pescarlo en el juego de la transferencia, o, mejor aún, en la operación de la transferencia.

Este paralelo entre reyes y analistas mantiene aún la pregunta de la existencia de una tercera parte interesada, una tercera persona. Acabamos de dar una mirada al hecho de que esta teoría de los dos cuerpos del rey ha surgido en un momento en el que, ni el estado ni ninguna autoridad pueden saltar por encima de la brecha creada por la muerte del rey. El cuerpo de la corporación unitaria fue entonces la única cosa relativa a la legitimidad que no se suponía que desapareciera durante ese lapso. Pero toda esta brillante teoría se hunde cuando aparece una jurisdicción capaz de mantenerse funcionando durante el intermedio. En la historia francesa, este evento está muy precisamente fechado: cuando Enrique IV fue asesinado en 1610, su único hijo, quien sería más tarde Luis XIII, que tenía sólo 9 años entonces, fue llevado por su madre frente al Parlamento de Justicia, en una sesión muy especial llamada en francés «un Lit de Justice» y este Parlamento, por primera vez en su historia, reconoció al nuevo Rey como tal, lo que fue suficiente para legitimar el mandato de María de Medicis.

Luego de ésto, cada nuevo rey francés- Luis XIV, XV, XVI- hicieron lo mismo con el Parlamento de Justicia, y tuvieron más y más sólo un cuerpo porque el otro fue más y más el del Estado, incorporado al principio por este Parlamento en tanto que él estaba todavía en actividad mientras el cuerpo del rey anterior había muerto, y el siguiente no estaba aún legitimado. Entre el rey y su reino, un tercer término se hizo más y más fuerte, hasta el punto de que parecía no ser ya más necesario el otro cuerpo, el del rey mismo, y entonces la cabeza de Luis XVI pudo caer como signo de su inutilidad, y de lo superfluo de su cuerpo. Desde entonces, el Estado es un tercero incuestionable, entre reyes, entre presidentes, de hecho: entre cualquier individualidad. Hablando propiamente, este Estado nunca nació, no se supone que vaya a morir un día, y no puede estar ni enfermo ni loco. Los políticos siempre pueden estar así; pero el Estado no puede ser confundido con los políticos. Yo no quiero aquí caricaturizar nada; no estoy hablando del Hermano Grande y cosas así. Solamente del Estado como, por ejemplo, la jurisdicción capaz de garantizar que un contrato entre dos partes será respetado, especialmente en caso de desacuerdo. Este extraño y omnipresente ser del Estado se ha ido soltando gradualmente, poco a poco, del intrincado cuerpo del rey, y se sostiene ahora como la incuestionable tercera persona y la verdadera fuente de legitimidad.

Me gustaría describir ahora la situación del analista en el juego de la transferencia como alguien que sabe que una tal tercera jurisdicción está completamente fuera de su alcance. En este preciso tema estoy forzado a contradecir a Freud en uno de sus juicios. Al final de la primera parte de su famoso capítulo siete en su Interpretación de los sueños, Freud está hablando sobre la regla fundamental. Él escribe que la enunciación de su regla se reduce al abandono de cualquier idea intencionada del paciente. Pero nota que, aún en los casos más favorables, dos ideas intencionadas, dos Zielvorstellungen, permanecen.

“Cuando yo instruyo a un paciente a abandonar toda clase de reflexión y decirme lo que sea que le venga a su cabeza, estoy asumiendo firmemente la suposición de que él no será capaz de abandonar la idea intencionada inherente a su tratamiento […] Hay otra idea intencionada de la cual el paciente no tiene ningún recelo: la de mi persona (die meiner Person).”

Esta última ubica claramente la transferencia misma. Pero la anterior, la cual es presentada como una presunción – no un hecho- debe ser conectada con lo que nosotros sabemos del deseo de Freud de mantener la transferencia bajo control. Si el juego de la transferencia viene a jugarse demasiado seriamente, Freud se reserva a sí mismo (gracias a esta presunción) la posibilidad de argüir, en el nombre de la transferencia, que algo está yendo mal. Yo no sé si él trabajaba frecuentemente de esta manera, pero si lo hacía, yo debo reconocer que una suposición tal no es mía, y que mi técnica es diferente de la suya en un punto capital. No puedo ir más lejos en la elaboración de este tema, pero pienso que una suposición de esta especie estaba presente cuando él escribió, más tarde, que los psicóticos no eran apropiados para el juego transferencial.

Pero por el momento, el punto que deseo enfatizar es que esta posibilidad para el analista de recurrir a cualquier idea intencionada que pudiera estar entre el paciente y él mismo es inútil, despreciable y peligrosa. La única suposición que puedo hacer en este asunto es que no hay ningún fin, ninguna aspiración que podamos compartir con el paciente sin estar descuidando la transferencia de la que se supone que nosotros nos ocupamos. Si la transferencia es actualmente el eslabón entre paciente y analista, cada uno de ellos tiene que arreglárselas con ella, pero el analista es el que sabe que este eslabón no debe ser sustituído por ninguna referencia de ninguna especie, como podrían ser: estar mejor, convertirse en analista, estar libre de ansiedad, obtener un cierto tipo de tratamiento, etc., etc.

Asimismo debemos darnos cuenta que el Estado y cualquier idea intencionada están verdaderamente cerca uno de otro: ellos son algo a lo que los individuos se pueden remitir cuando se encuentran en desacuerdo. Ambos tienen una especie de vocación a hacer de terceros en cualquier juego- excepto en el que yo llamo el juego de la transferencia. Sé perfectamente que hay una amplia corriente en el psicoanálisis actual que pretende que entre paciente y analista hay un contrato, un acuerdo. Por supuesto, hay un trato sobre tiempo, dinero, tal vez sobre muchas otras cosas. Pero un contrato implica el tercero capaz de llevarlo a cabo, o aún de ejecutarlo, si es necesario. Si no hay nadie así, eso no es un contrato. Si ustedes acuerdan conmigo en considerar que el analista no puede acudir a ninguna clase de tercera parte en el juego de la transferencia- ni al Estado (lo que está claro para todos, pienso), ni tampoco a ninguna idea intencionada (lo que no es tan obvio)- se verán llevados a considerar ésto como un punto de verdadera restricción en la técnica psicoanalítica, cargado de consecuencias en tanto cómo se ubica el analista con respecto al Estado mismo.

No predico ningún romanticismo que pudiera pintarnos como piratas, pero sí afirmo que el analista trabaja, respecto del Estado, en una obvia extraterritorialidad la cual debe ser respetada. Lacan ha tenido una brillante ocurrencia a este respecto: en el tono muy irónico que usaba en su texto, él dió una especie de solución divertida de este problema: el Congreso Americano podría ceder un pequeño territorio- como un estado filatélico, digamos: la Isla de Ellis- a la IPA, para que esta organización pudiera entonces promulgar sus propios decretos, o sus propios dictados, de acuerdo con su propia legitimidad como un estado entre otros. Este comentario señala perfectamente que aún un grupo psicoanalítico, cualquiera que pudiera ser, no es un tercero capaz de jugar como una tercera parte institucionalizada entre paciente y analista.

Por supuesto, el lugar del Otro no está exactamente vacío, si significamos con esta palabra el orden simbólico mismo. Pero este orden no está nunca completo, y su propia incompletud nos previene de darle demasiada consistencia y, sobre todo, de personificarlo. Si un analista debe encontrar el punto donde este Otro es cuestionado como un ser, nosotros tenemos que mantenernos aparte de cualquier reconocimiento de terceras partes como si fueran eso, y por lo tanto de cualquier reconocimiento desde el Estado.

Para decirlo francamente: correr tras una legitimidad que provenga del Estado conduce a malentendidos sobre el juego de la transferencia, y somete a una petición de principio a la consistencia y la completud del Otro. Si el analista presta su persona para dar cuerpo a este Otro, él es el que tiene que saber que este cuerpo- que es ese de lenguaje, ese de dinero, ese de intercambio- tiene la textura exacta del cuerpo de la corporación unitaria.

Los reyes medievales realmente creían que tenían dos cuerpos? Ciertamente sí. En vista de ésto, un analista freudiano no es ciertamente un rey; pero es más que la mitad de un rey, por lo menos si se da cuenta que la materia prima de los sueños (y los síntomas, y la transferencia, y así siguiendo) está compuesta como un cuerpo, pero un cuerpo abandonado por cualquier sujeto de cualquier clase, incluído el representado por un significante para otro significante.