El silencio

Octave Mannoni

El lugar del silencio en la técnica analítica tiene, como todo lo demás, una historia. Esta historia no designa su significación ni su función, puesto que es probable que la misma avanzara de error en error sin conocer la verdad de lo que se instituía. Por otra parte la historia del silencio analítico comienza, como se sabe, por un accidente feliz. En la época del método catártico, cuando Freud utiliza todavía la hipnosis y la sugestión, una paciente le pidió que se callara y escuchara lo que ella tenía que decir. Freud encuentra legítimo el pedido, y poco a poco descubre la importancia y los efectos teóricos de una actitud silenciosa.
La primera razón de la importancia técnica del silencio del analista era absolutamente simple: el analista tenía que haber aprendido lo suficiente sobre su paciente antes de poder decir una sola palabra. Pronto se agrega a ello ‑cuando Freud descartó la hipnosis y la sugestión‑ que no hacía falta sugerir nada, justamente, o lo menos posible, y que toda palabra es sugerente.
El silencio, que Freud guardaba en la época de los grandes análisis ‑aquél del Hombre de las ratas o del Hombre de los lobos‑, como puede verse leyendo sus relatos, era muy relativo. Vemos, por ejemplo en el Hombre de las ratas ‑y en particular en las notas tomadas al final de las sesiones (las únicas que se conservaron‑, qué significa decir que Freud se callaba. Freud había descubierto la inutilidad y la nocividad de las interpretaciones prematuras: era necesario, diría él más tarde, arreglarse con lo que el analizante podía comprender y con lo que el analista comprendía. En el caso del Hombre de las ratas no vacila en insistir, en exigir precisiones, en perseguir a su analizante hasta sus últimos baluartes, pero se abstiene sistemáticamente de tocar lo esencial (es decir lo reprimido, en ese caso un deseo de muerte), puesto que ello no serviría más que para reforzar las defensas. En esta época el silencio no es el mutismo, es la reserva.
Los analistas que se formaron en esa época, Ferenczi y Abraham, por ejemplo, seguían aproximadamente el mismo método, es decir que intervenían mucho más de lo que hoy es usual. Y en los escritos de una discípula de ellos, Melanie Klein, puede verse cómo ésta bombardea sin ningún miramiento a sus pequeños pacientes con interpretaciones precoces, de un modo que sólo puede sorprendernos. Freud era mucho más reservado.
Fue más reservado aún después de su operación, cuando entorpecido por su prótesis sufría de cierta dificultad al hablar. Al fin de su vida, también le costaba cierto esfuerzo oír. Continuó sin embargo con sus pacientes, quienes en ese momento eran todos candidatos a analistas. Sus dificultades le permitieron un importante descubrimiento, que sus analizados no pudieron más que continuar: las intervenciones del analista no eran tan indispensables como pudo habérselo creído. Un análisis podía desarrollarse satisfactoriamente con el mutismo del analista. Ello no era tal vez razón para erigir en regla al mutismo. Sin embargo, ahí se percibió un método más puro que cualquier otro, puesto que se podía estar seguro, en este caso, de haber eliminado todo riesgo de sugestión. Este punto nos invita a un grado bastante alto de modestia: quien hace el análisis es el analizante, y el analista no tiene de qué ensoberbecerse, pues su único mérito consiste en haber sabido no impedir nada. Hacia 1913, Freud dio a los analistas el consejo de adoptar la divisa de Ambroise Paré, quien decía del enfermo que había salvado: «Yo lo cuidé, Dios lo curó». Se puede decir que más tarde el mutismo absoluto del analista llevó a la perfección esta actitud pasiva.
¿Pero qué es lo que esto quiere decir? ¿Debemos tratar a la institución del silencio como a la del diván? Freud dijo que el diván no cumplía una función esencial, que era un resto de la época en que él utilizaba la hipnosis, y que lo había conservado por comodidad, sencillamente porque no le gustaba ser mirado de frente. ¿Tendrá también el mutismo un origen accidental y sólo por comodidad se lo habría conservado? No lo creo en absoluto; considero que tiene una función más importante. En todo caso no puede desvalorizarse el hecho de que un análisis se desarrolla de manera satisfactoria ante un analista absolutamente mudo, aunque pueda desarrollarse tan bien o mejor con un analista que, sin guardar un silencio total, dé pruebas de la suficiente reserva en sus interpretaciones.
Esto nos obliga a plantear una cuestión muy ingenua, pero las cuestiones ingenuas, como se sabe, no carecen de interés. Si existen analistas que guardan un silencio total ‑no hay muchos que lleguen hasta el extremo, pero existen algunos y entre los otros existe un cierto número que, sin observar una regla tan estricta, admiten sin embargo que dicha actitud sería ideal‑, se les podría preguntar de qué les sirve la experiencia y los conocimientos teóricos que poseen. Preguntarles, con toda ingenuidad, si les son indispensables para callarse.
Naturalmente, son indispensables para dar una buena interpretación en el momento adecuado; pero justamente, por hipótesis, es lo que no hacen. Son indispensables, también, cuando tienen la intención de publicar un informe del caso. En sus informes no se describen las interpretaciones que el analista puede hacer al analizado, ya que resulta más cómodo dárselas al lector. Mas aún, al analista el saber le sirve en sus relaciones con sus colegas. Pero seguramente no reside allí lo esencial de la función del analista.
Lo que hay que precisar es la función de la experiencia y del saber teórico en el transcurso de un análisis mudo. Esta cuestión no se plantea a menudo, y no aspiro a dar más que el bosquejo un poco ambiguo de su respuesta. Ambiguo e incompleto, mientras dejemos de lado la cuestión de la transferencia (es decir del deseo), que consideraré más adelante. En un primer momento podemos dejar de lado la transferencia, en la medida en que sea posible admitir que se produciría de cualquier manera, aun en caso de que el analista silencioso no tuviera ninguna experiencia ni ningún conocimiento teórico. No examino, en este momento, el papel del silencio mismo, sino el del saber silencioso, que es más oscuro; existen otros saberes silenciosos ‑el del psiquiatra por ejemplo‑, con una idea en reserva en la mente, la que aparecerá en seguida; pero el saber silencioso del analista es distinto.
Sin embargo, el analista se parece al psiquiatra, o al menos se halla en una situación comparable, por el hecho de que le es difícil soportar la situación cuando no comprende en absoluto al paciente. Junto a esta semejanza existen diferencias. Es necesario que el analista sea capaz de interpretar para él mismo las palabras del paciente (aun cuando en los hechos no las interprete), para no verse arrancado de su lugar, arrastrado a ese género de situaciones de malentendidos que aparecen en la vida corriente, y es a este precio que puede callarse. Por su parte, su saber funciona de este modo. Del lado del paciente, lo que funciona es la transferencia (me ubico siempre en la hipótesis del análisis mudo).
Aunque el psiquiatra habla más que el analista, a su manera también él usa del silencio. Lo que calla es también todo lo que su saber (que no es el mismo) puede dejarle «comprender» de las dificultades psiquiátricas de su paciente. No puedo referirme a este punto sin experimentar el sentimiento de que sería preciso interponer muchos matices, puesto que, como todo el mundo sabe, estos problemas evolucionan, en estos momentos, bastante rápidamente. Pero me he ubicado en una perspectiva histórica y no se trata solamente de la descripción de la situación presente, puesto que ésta se comprende y se analiza por las situaciones pasadas. Si es que hubo, en ciertos casos, una contaminación del silencio analítico por el silencio psiquiátrico, ello se produjo en un pasado, y nosotros veremos, sobre todo, los efectos.
Desde el principio, y comenzando por el mismo Freud, los analistas se reclutaron entre médicos, al menos en su mayor parte. Pero en aquella época, tal reclutamiento de médicos no tenía la misma significación que hoy. El análisis no pasaba entonces por una forma un poco aberrante de especialidad médica, como lo son la homeopatía o la acupuntura, aunque hubiera personas que exteriormente lo consideraran de este modo. Por el contrario, los médicos que se comprometían con el análisis pasaban por una especie de conversión; se apartaban de la práctica médica y si se acogían a sus títulos de médicos era por razones que se podrían llamar sociales, para no correr el peligro de ser confundidos con charlatanes o curanderos. Cuando el análisis se volvió más respetable, los estudiantes de medicina podían considerarlo, en el momento en que se comprometían con él, de manera diferente. Ya no era la época en que los analistas tenían dificultad en hacerse reconocer por los médicos, quienes permanecían escépticos. El reconocimiento estaba conquistado. Pero por otro lado ‑por el hecho, tal vez, de que los analistas podían trabajar en las instituciones, como internos o como médicos‑, la ideología médica pudo impregnar a la ideología analítica.
El silencio del psiquiatra ‑o aun el del médico‑ no se impone a la manera del analista. Se podría decir en sentido a la vez amplio y muy preciso, que es más político. El psiquiatra se guarda para sí el saber que tiene sobre el paciente porque ese saber lo constituye como psiquiatra, así como el no‑saber del paciente lo ubica a éste en el lugar del paciente. Ocurre un poco como si el estado patológico en que el paciente se halla se confundiera con su ignorancia. «No puede comprender porque no sabe psiquiatría», se confunde con «no puede comprender por el estado en que se encuentra». Ésta es, por lo demás, una actitud médica que se extiende más allá de la psiquiatría. El médico ‑aparentemente como el analista‑ se reserva el uso del lenguaje técnico, como el Dr. Coprosich, en La Conciencia de Zeno (1).De ello resulta, evidentemente, que la relación del médico con el enfermo funciona como una relación de poder. Noresulta tan claro en la relación analítica.
El psicoanalista tampoco aprueba que el psicoanalizado hable el lenguaje analítico, pero además él puede callarse. He mostrado bastante claramente, aunque sin insistir, cómo se plantearon estos problemas y cómo funcionaron en el encuentro de Schreber y Flechsig (en Claves para lo imaginario) (2). El problema es difícil, puesto que en apariencia el psicoanalista se conduce un poco de la misma manera, lo que induce a la confusión. Pero creo que es importante, puesto que se trata de disipar esta confusión.
Es natural que al principio el analizado caiga en esta confusión, y que así lo experimente en las primeras sesiones del análisis; que proyecte o transfiera, en su relación con el analista, la experiencia que posee de la relación del enfermo con el médico. La relación con el analista no es menos frustrante, sino todo lo contrario; tampoco es satisfactoria; si se la considera como relación interhumana, no es un modelo de buena relación, para advertirlo bastaría el hecho de que hay que pagar para procurársela. Pero, a diferencia de la relación con el médico, no se «cancela».
Lo que sobre todo funciona en esta relación no es el saber del psicoanalista, y hemos visto cómo éste es el único que, en efecto, saca provecho de ese saber. Lo que funciona es el saber que el analizado supone en el analista. Esto no es tan agradable para el analista como podría serlo para el médico, ya que el médico se siente reconocido por el saber que posee, aun por quienes lo ignoran todo sobre él. Mientras que el saber que el paciente otorga al analista no es el mismo que el que el analista posee. El que posee no puede aplicarlo. ¿Cómo sería ello posible en un análisis mudo? Puede ocurrir que en el curso del análisis se obtenga a cada instante la verificación de la teoría analítica, pero tal cosa no sirve para nada al paciente. Él tiene necesidad de tener acceso a su verdad, no a la de la teoría, no a la que reside en el saber del analista, y tal cosa, como se sabe, no se produce más que en la transferencia. Fuera de la transferencia, el saber no tiene efecto alguno.
He mostrado, en el Análisis original (3), cómo el saber nace de la transferencia misma, por el solo hecho de que el sujeto lo supone en otro, tanto éste lo posea como no. El analista, quede claro, también espera de su analizado el saber que se supone éste posee sobre sí mismo… Por medio del saber teórico de que dispone, detiene los trastornos que tal situación podría provocarle.
De tal modo, el silencio del analista no es el de quien se reserva el saber y trata al paciente aplicando ese saber. Es posible, sin embargo, que inconscientemente pueda creer que se encuentra en tal situación, si es que se ha dejado marcar por la experiencia médica. El analista no crea, con su silencio, una barrera que lo proteja en su posición y en su poder (su autoridad), situación que podría calificarse de política. De hecho, se trata de un silencio de reserva, y podría decirse de ignorancia, puesto que el analista pauta su paso sobre la ignorancia del analizante. Políticamente es una situación totalmente diferente; y cuando se interroga sobre la política o el poder del analista, no hay que buscar la fuente en su práctica, sino en otros lugares, donde lejos de callarse puede poner efectivamente su saber sobre las plazas públicas que se presenten.
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Notas (S.R.):

(1) La conciencia de Zeno (1925), Italo Svevo, Editorial Lumen, Barcelona, España, 2001.

(2) La otra escena (Claves de lo imaginario), O. Mannoni, Editorial Amorrortu, Buenos Aires, Argentina, 1973.

(3) Freud.El descubrimiento del inconciente, O. Mannoni, Editorial Nueva Visión, Buenos Aires, Argentina, 1975.
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Texto extraído de “Locura y sociedad segregativa”, varios, págs. 232-238, editorial Anagrama, Barcelona, España, 1976.

Traducción: Oscar Masotta.

Edición original: Milán, 1974.

Corrección del texto: Cecilia Falco.

Selección, notas y destacados: S.R.

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