En el principio es el silencio

Theodor Reik

Tras la consulta preliminar, el psicoanalista explica al paciente o al estudiante la única regla que deberá observar durante las sesiones psicoanalíticas. Pide al paciente que se distienda y que diga todo cuanto le acuda a la mente, tal como se le ocurra, registrando pensamientos, sentimientos o impulsiones que nazcan en él. El psicoanalista permanece silencioso.
En el curso de una sesión en que se manifestaba una resistencia acrecentada, uno de mis pacientes llamó al psicoanálisis «una situación imposible». La sinceridad me obliga a reconocer que tenía razón si se lo considera a la luz de la convención social. Es difícil revelar a un extraño los hechos más íntimos de nuestra vida, y todavía más difícil confiarle los pensamientos y las emociones que uno ni se atreve a admitir para sí. Hay momentos en que la situación verdaderamente se insinúa «imposible». Supongamos que el paciente conciba pensamientos ofensivos o injuriosos hacia el analista. ¿Y si experimenta impulsiones afectuosas o aun sexuales hacia este? Es algo que sucede con mucha frecuencia. Desde luego, el paciente sabe que no debe proceder diversamente que en el caso de los demás pensamientos o emociones que se le pudieran ocurrir. Le decimos que no es más responsable de sus pensamientos que del color de sus ojos o de sus cabellos.
Debe aprender a superar ese obstáculo. No serviría de gran cosa apelar a su conciencia intelectual o decirle que volver posible lo que parece imposible es una de las tareas esenciales de este análisis. Tampoco, tratar de convencerlo apelando a su coraje moral. Se le podría decir: «Espero que se muestre usted a la altura de esta difícil tarea, lo que demuestra que confío en su energía y en su buena voluntad. Si Hércules viniera a verme para probarme su fuerza, no le pediría que levantara una silla a la altura de su cabeza. Le fijaría una tarea más dificil». En vano todas estas palabras. Tenemos que esperar que el paciente reúna por sí mismo el coraje de volver posible lo imposible. El resto es silencio.
Casi todas las dificultades del psicoanálisis se relacionan con la palabra, con el «verbo». A menudo oímos ‑demasiado a menudo, parece‑ el argumento según el cual es imposible imaginar que una enfermedad histérica grave, un pensamiento obsesivo de características agudas, una fobia penosa se pudieran disipar por medio de «palabras» solamente. Los que emplean este argumento son los mismos que, de niños, no dudaban de que una palabra mágica entreabría una montaña, un brujo mudaba un hombre en animal con una fórmula, o ángeles o demonios podían ser convocados a determinado lugar por ciertos sonidos. Son las mismas personas que se entusiasman con el discurso de un jefe de Estado, salen convencidas de una discusión, se conmueven por la tragedia de un poeta, se consideran absueltas tras hacer confesión al sacerdote: palabras, palabras, palabras. Y esos mismos individuos ‑tanto la historia de las naciones como su propia vida lo atestiguan‑ no ponen en duda la suma de felicidad y de miseria que ha sido engendrada por las palabras, ni que de meras palabras dependen en la vida de los hombres grandes decisiones. Pero no sería justo atribuir a las solas palabras los resultados del psicoanálisis. Sería más exacto decir que el psicoanálisis demuestra el poder de las palabras y el poder del silencio.
Tanto se ha discutido en psicoanálisis sobre el decir que mu­chas personas descuidan casi por entero los efectos emocionales del silencio. Si por casualidad se los menciona, sólo se trata de las pausas ocasionales del paciente. Aquí nos internamos por una senda singular, raramente transitada hasta hoy; en efecto, nos referiremos al silencio del psicoanalista, a su significación dentro de la situación, a su importancia emocional, a su sentido ocul­to. Ninguna duda cabe: el silencio del psicoanalista se convierte, él también, en una de las sedicentes «imposibilidades» de la situación.
En una conversación, los interlocutores hablan alternadamente. Uno dice o narra algo, el oyente hace una puntualización, una pregunta, emite un sonido en manifestación de interés o cuenta él mismo un sucedido. En sociedad, el silencio se evita. Si uno no tiene nada que decir, el otro habla.
El analista no teme al silencio. Como acertadamente lo señaló Saussure, el monólogo del paciente, por una parte, y el silencio casi absoluto del psiquiatra, por la otra, no eran un principio metodológico antes de Freud (1). Aprehendemos mejor su sentido oculto si reparamos en el efecto que produce sobre el paciente. Pero corrijámonos: deberíamos decir «los efectos», puesto que difieren, no sólo según los individuos, sino en un mismo individuo en el curso del psicoanálisis. Esto significa, entonces, que el silencio del psicoanalista puede tener diferentes sentidos.
Es notable que desde la primera sesión el paciente atribuya cierto peso emocional a este silencio. ¿Por qué no supondría que esa es la actitud natural y necesaria del analista, quien debe callar para escuchar con atención? En la mayoría de los casos este silencio tiene un efecto calmante y benéfico. El paciente lo interpreta preconcientemente como signo de atención apacible, que por sí mismo es prueba de simpatía. Ese silencio parece demandarle que hable libremente, con momentáneo olvido de las inhibiciones convencionales. Nos falta señalar otro efecto emocional coordinado: el mundo exterior pasa a un segundo plano. La calma obra como persiana que amortiguara una luz demasiado viva. Es removida así la proximidad apremiante de la realidad material. De alguna manera, el silencio del analista parece señal de empezar a considerar al otro y a considerarse con más calma y no tanta inmediatez.
El paciente entra en la situación analítica, única en nuestra civilización, rompiendo el silencio. Lo ha guardado sobre algunas de sus experiencias, emociones y representaciones, aunque se haya mostrado locuaz y aun, ya lo creo, verborreico. Acaso ha hablado mucho de sí mismo y de sus experiencias, pero no de ese costado de él que aflora en la situación analítica. En el océano Pacífico, cerca de la isla de Vancouver, se encuentra un curioso paraje llamado «zona de silencio». Muchos navíos se estrellaron contra las rocas y ahora reposan en el fondo del mar. Ninguna sirena tiene poder bastante para advertir a los capitanes. Ningún sonido exterior puede penetrar en esta zona de silencio que se extiende por muchas millas. En este sector, los ruidos del mundo exterior no llegan al navío. Se puede comparar lo que llamamos material reprimido con esta «zona de silencio».
El psicoanálisis hace la primera incursión en ese dominio. Cuando el paciente habla de sí mismo, los primeros rumores distantes, apenas perceptibles, llegan a su zona de silencio.

En el curso de esta primera fase del psicoanálisis, acaso se produzcan pausas más prolongadas; salvo ciertas excepciones, generalmente se trata de signos de resistencia superficial determinada por el hecho de que el paciente debe acomodarse a una situación extraña y desacostumbrada. Pero las resistencias iniciales son comparables al trueno lejano que anuncia una tempestad que arrecia en alguna parte.
Lentamente, el silencio del psicoanalista cambia de significación para el paciente. Le ha acudido a la mente algo que no quiere decir o que le es difícil decir. Habla de diversas cosas, sabiendo muy bien que evita la que quiere expresar. Después calla, como el psicoanalista. La situación todavía no ha mostrado su aparente imposibilidad, sino, por primera vez, su incomodidad. El paciente, que la experimenta, recomienza a hablar de cosas secundarias, de insignificancias. Pero el pensamiento que él rechazó retorna. Parece querer que se lo exprese, o de lo contrario forzará el muro del silencio imponiéndose y cruzándose al paso de cualquier otro encadenamiento de ideas. Es posible que entonces el paciente acuda al psicoanalista en demanda de ayuda, pero este guarda silencio como si fuera su única actitud normal, sin cuidarse al parecer del mundo social, que evita en la conversación un silencio tan embarazoso. Una de mis pacientes había cortado su relato con una pausa prolongada, que en vano trataba de hacer cesar hablando de cosas indiferentes. Después volvió a sumirse en un largo silencio. Era evidente que no quería hablar de cierta experiencia cuyo recuerdo se acompañaba de sentimientos penosos. Finalmente, declaró: «Guardemos silencio sobre otra cosa».
En cierto momento del análisis, el silencio mismo del analista se convierte en un factor que favorece la reciprocidad de las fuerzas emocionales. Parece impedir que se esquiven los problemas y hace tomar conciencia de lo que ocultan frases referidas al tiempo o a la biblioteca que ahí se ve. El poder activo del silencio vuelve trasparentes las trivialidades de la conversación y posee una fuerza que arrastra al paciente, lo hace progresar y lo atrae hacia profundidades mayores de las que había imaginado.
He aquí un hecho psicológico asombroso y raramente señalado: cuando las pronunciamos, las palabras tienen un valor diferente que en el momento de pensarlas en nuestras representaciones verbales. La palabra articulada produce un efecto retroactivo sobre el que habla. El silencio del analista intensifica esta reacción; actúa como un tornavoz. El analista que durante años ha seguido atentamente esta lucha con el yo, tiene cada vez más la impresión de asistir a un enfrentamiento entre potencias que quieren expresarse y afirmarse, y otras que quieren reducirlas a silencio. Hasta le sucede observar una suerte de angustia tras el acto. El paciente se suele ver levemente asustado por lo que acaba de decir, si aliviado por haberlo dicho. El silencio del analista opera aquí como aliento para el paciente, más eficaz aún que las palabras. Contemplada por el analista, la situación emocional de aquel se asemeja a la del prisionero que intenta liberarse. En sus esfuerzos por expresar en voz alta e inteligible lo que estaba reprimido, me hace acordar a aquel pianista que dijo un día, señalando su instrumento: «A veces me parece que me encierran ahí dentro y que debo ejecutar al través».
No es el momento de extendernos sobre la significación psicológica del silencio del analista al comienzo de un tratamiento. No se trata de un simple silencio. Vibra con palabras inarticuladas. Sabemos que esta es la condición indispensable para la recepción y asimilación de las comunicaciones hechas al analista … y hay mucho más (2).
El analista no oye solamente lo que está en las palabras. Oye también lo que las palabras no dicen. Oye con el «tercer oído», recibiendo lo que dice el paciente y sus propias voces interiores, lo que surge de sus profundidades inconcientes. Mahler hizo un día esta reflexión: «En música, lo más importante no se encuentra en la partitura». Lo mismo sucede en psicoanálisis: lo dicho no es lo más importante. Mucho más importante nos parece detectar lo que el discurso esconde y lo que el silencio revela.

Notas:
(*) Este artículo, de 1926, se publicó en el libro de Theodor Reik, Ecouter avec la troisiéme oreille (traducido del inglés al francés por Edith Ochs), Epi, 1976, págs. 117‑21. Lo reproducimos con la gentil autorización de Editions Desclée de Brouwer.
(1) En vano he revisado la bibliografía psicoanalítica en busca de discusiones sobre este tema. Hay que señalar una sola excepción a la negligencia o a ía carencia general: se encontrarán unas pocas, pero importantes, palabras sobre la cuestión en «Remarques sur la technique de la psychanalyse freudienne», de R. de Saussure, en L’ évolution psychiatrique, 1925, pág. 40.
(2) Es tentador emplear el insight en la psicología del silencio como una escala que se pudiera dejar de lado desde el momento en que se alcanzaron las profundidades. Es evidente que existen diferentes tipos de silencio. Se puede hablar de un silencio frío, opresivo, provocador, de desaprobación o implacable, así como de un silencio de aprobación, humilde, apaciguador o indulgente. Este concepto parece reunir sentidos opuestos, que se acompañan de los signos más o menos. Compárese, por ejemplo, «el que calla otorga» con el silencio reprobador de una dama frente a un hombre grosero o desagradable.
Se puede concebir el silencio como la expresión de una simpatía apacible o de un odio intenso. Permanecer silencioso en presencia de alguien puede significar que uno está en un todo de acuerdo con esta persona o que no existe ninguna posibilidad de acuerdo. La volubilidad y la reticencia parecen ser los rasgos de carácter de las mujeres amadas por los hombres. Lear desaprueba a Cordelia, que ama y calla, pero Coriolano, de regreso junto a su mujer, la llama con ternura «mi gracioso silencio». Originariamente, el contraste entre la palabra y el silencio no era tan agudo como pudiéramos creerlo. Recordamos aquí la característica de las lenguas antiguas (el egipcio, por ejemplo) de formar palabras con sentidos antitéticos, de suerte que un pequeño cambio introducido después indicó una diferenciación de los opuestos (compárense el latín clamare = gritar, y clam = secretamente; y el alemán Stimme = voz, y stumm = mudo). Debemos suponer que el silencio es esencial y que la palabra ha nacido del silencio, como la vida nació de lo inorgánico, de la muerte. Si nuestra vida no es más que tránsito, nuestra palabra no es más que fugitiva interrupción del silencio eterno. Debemos creer, como en el Evangelio según San Juan, que en el princi’pio era el verbo, pero con anterioridad existía el silencio grande. Carlyle, en On Heroes and Hero‑Worship, afirma que el discurso forma parte del tiempo, y el silencio, de la eternidad.
***
Texto extraído de “El silencio en psicoanálisis”, varios autores bajo la dirección de J.D. Nasio, Págs. 21/26, editorial Amorrortu, Buenos Aires, Argentina, 1988.

Edición original: Rivages, París, 1987.

Traducción: José Luis Etcheverry.

Selección y destacados: S.R